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7 de febrero de 2010

Gastronómicos

Por las tardes, al salir del trabajo y cuando bajo por la calle G hacia la escuela donde curso el idioma alemán, suelo detenerme en la cafetería del Castillo de Jagua, en busca de un revitalizador café que me permita mantenerme despejado en ese exigente final de la jornada. No siempre encuentro la criolla infusión y, cuando la hay, me lleva unos minutos alcanzarla. Los colegas del departamento me indicaron que, allí mismo, podría conseguir muy fácilmente el paquete de polvo de café “por la izqiuerda”.

No pasa un viernes sin que el Granma publique al menos una opinión, a favor o en contra, de la flexibilización para el establecimiento de micro o mini empresas privadas en la gastronomía. Los defensores de la reforma señalan las realidades que ven hasta los ciegos, díganse el robo incontrolable en los establecimientos estatales, el mal servicio y la escasa eficiencia general. Los opositores, sostienen que con el buen trabajo de los buenos revolucionarios se puede mejorar la situación, y que la tal privatización se constituiría en una perniciosa semilla de capitalismo.

Como nota interesante, recuerdo que se reflejan opiniones de ingenieros, tuerquistas, abogados, químicos y vecinos sencillos, pero no recuerdo opiniones de empleados del sector mismo de la gastronomía. Tal vez sea que simplemente no me he fijado o recuerdo bien. En todo caso, es un tema que a ellos les afectará de lleno y con ellos, protagonizados por ellos, se deberán sostener los análisis más serios.

Hace más de 40 años que se estatalizaron hasta los más diminutos timbiriches de churros. En esa etapa se han sucedido cambios en la cadena que va desde los ministerios hacia abajo, viceministerios, empresas, hasta los establecimientos estatales. Se aprobó una Constitución en el 76, se le realizaron una serie de modernizaciones a principios de los 90 y una última reforma en el 2002 o 2003. Hemos tenido varios códigos del trabajo, leyes y decretos – leyes al respecto de la jornada laboral, la forma de retribución del trabajo y el estímulo, la edad de jubilación y los tipos de seguridad social. En unas etapas se ha invertido bastante en las cafeterías y restaurantes y en otras ha habido tan poco, que los empleados terminaron encargándose de proveer ellos mismos de vasos y medios de limpieza a los establecimientos del Estado. Pero no se han resuelto los problemas de la gastronomía estatal.

Después del obligado señalamiento de que el bloqueo es malo y tiene parte de la responsabilidad, llegamos a que los salarios nominales que ganen estos empleados no alcanza para satisfacer las necesidades de las personas –como reconoció el Segundo Secretario del Partido. Como ganan mucho menos que un constructor o un policía u otros empleados del sector del turismo, se complementan sus ingresos muy desenfadadamente, sustrayendo lo que tienen a mano que es bastante apetecido: alimentos; diluyendo a continuación el delito entre las acciones rutinarias del servicio. Los inspectores tienen las mismas necesidades materiales y son, por lo tanto, sobornables, contribuyendo a cambio a diluir más aún el delito. Los inspectores de los inspectores podrían escarbar aún y encontrar el delito, pero también son sobornables y, mientras más arriba se encuentra la figura en las escalas jerárquicas, más prebendas se obtienen con pretender que las cosas están bien como están.

Adiós café.

La locura, definen algunos, es la manía de realizar las mismas acciones y esperar resultados diferentes. Los opositores de la cooperativización de los servicios gastronómicos apenas logran articular los mismos eslóganes y consignas con que llevamos arrastrando el problema durante decenios.

Para cambiar radicalmente el estado de las cosas, hay que cambiar los fundamentos. Está claro que estoy a favor de la cooperativización de los servicios gastronómicos. ¿Por qué va a ser malo en la ciudad, lo que ha demostrado ser en el campo una forma económica muy superior a la empresa estatal? Las tierras en manos del estado, más del 60% de las del país y por lo general las de mejores condiciones, con más del 80% de los recursos en maquinaria, combustible, abonos… producían menos del 40% del total de todos los alimentos. Por el estado generalizado de urgencia, se empezaron a entregar en usufructo los terrenos baldíos a los interesados, y la producción ha subido notablemente. En la gastronomía, me atrevo a decir, con la cooperativización tendríamos un salto semejante en extensión y calidad de los servicios. Nótese que dije cooperativización, no privatización. ¿Qué “medios de producción” importantes pasarían a manos de los particulares? ¿Cuatro hornos, dos refrigeradores, tres estantes? El inmueble puede ser arrendado a la microempresa que se forme a partir de los trabajadores interesados, que pagarían alquiler, agua, gas, lo normal. El estado les puede vender al por mayor los mismos alimentos e insumos que hoy le son impunemente robados. En la confección de los platos finales, podemos estar seguros, la eficiencia subirá exponencialmente, desaparecerá el faltante –¡nadie se roba a sí mismo!

En todo caso me parece más peligroso para el socialismo esos huecos negros de la calidad, donde desaparecen impunemente los recursos de Liborio, que la cooperativa organizada según ley, que paga sus insumos –primera ganancia para el Estado, para mantener el abastecimiento al merendero y los servicios básicos de gas, agua, electricidad–, y sus impuestos –segunda ganancia, que puede ir a los no menos importantes servicios de educación y salud.

Cuarenta años son suficientes para evaluar la viabilidad de ciertos sistemas. Si los ejemplos de buenos resultados que invocan los defensores de la actividad gastronómica estatal tuvieran duración, al ritmo de inauguración anual de servicios de ese tipo, tendríamos dos restaurantes y una cafetería per cápita peleándose por atraer nuestra atención. En la agricultura se pusieron serios y están obteniendo resultados.

¿Qué queda entonces por analizar?

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