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6 de octubre de 2007

La concepción de la revolución en el Che Guevara y en el guevarismo


Aproximaciones al debate sobre el futuro de América Latina y el socialismo del siglo XXI desde el marxismo revolucionario latinoamericano [1]

Por Nestor Kohan
Cátedra Che Guevara – Colectivo Amauta - Argentina

Nuevos tiempos de luchas y formas aggiornadas de dominación durante la “transición a la democracia” en el cono sur

América Latina vive una nueva época histórica. La lucha de nuestros pueblos ha impuesto un freno al neoliberalismo. El horizonte político actual permite someter a discusión las viejas formas represivas que dejaron como secuela miles y miles de asesinatos, desapariciones, secuestros, torturas y encarcelamiento de la militancia popular.

A pesar de este nuevo clima político, las viejas clases dominantes latinoamericanas y su socio mayor, el imperialismo norteamericano, no se entregan ni se resignan. ¡Ninguna clase dominante se suicida!. Debemos aprenderlo de una buena vez.

Agotadas las antiguas formas políticas dictatoriales mediante las cuales el gran capital —internacional y local— ejerció su dominación y logró remodelar las sociedades latinoamericanas inaugurando el neoliberalismo a escala mundial[2], nuestros países asistieron a lo que se denominó, de modo igualmente apologético e injustificado, “transiciones a la democracia”.

Ya llevamos casi un cuarto de siglo, aproximadamente, de “transición”. ¿No será hora de hacer un balance crítico? ¿Podemos hoy seguir repitiendo alegremente que las formas republicanas y parlamentarias de ejercer la dominación social son “transiciones a la democracia”? ¿Hasta cuando vamos a continuar tragando sin masticar esos relatos académicos nacidos al calor de las becas de la socialdemocracia alemana y los inocentes subsidios de las fundaciones norteamericanas?

En nuestra opinión, y sin ánimo de catequizar ni evangelizar a nadie, la puesta en funcionamiento de formas y rituales parlamentarios dista largamente de parecerse aunque sea mínimamente a una democracia auténtica. Resulta casi ocioso insistir con algo obvio: en muchos de nuestros países latinoamericanos hoy siguen dominando los mismos sectores sociales de antaño, los de gruesos billetes y abultadas cuentas bancarias. Ha mutado la imagen, ha cambiado la puesta en escena, se ha transformado el discurso, pero no se ha modificado el sistema económico, social y político de dominación. Incluso se ha perfeccionado[3].

Estas nuevas formas de dominación política —principalmente parlamentarias— nacieron como un producto de la lucha de clases. En nuestra opinión no fueron un regalo gracioso de su gran majestad, el mercado y el capital (como sostiene cierta hipótesis que termina presuponiendo, inconscientemente, la pasividad total del pueblo), pero lamentablemente tampoco fueron únicamente fruto de la conquista popular y del “avance democrático de la sociedad civil” que lentamente se va empoderando de los mecanismos de decisión política marchando hacia un porvenir luminoso (como presuponen ciertas corrientes que terminan cediendo al fetichismo parlamentario). En realidad, los regímenes políticos postdictadura, en Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay y en el resto del cono sur latinoamericano, fueron producto de una compleja y desigual combinación de las luchas populares y de masas —en cuya estela alcanza su cenit la pueblada argentina de diciembre de 2001— con la respuesta táctica del imperialismo que necesitaba sacrificar momentáneamente algún peón militar de la época neolítica y algún político neoliberal, furibundo e impresentable, para reacomodar los hilos de la red de dominación, cambiando algo... para que nada cambie.

Con discurso “progre” o sin él, la misión estratégica que el capital transnacional y sus socias más estrechas, las burguesías locales, le asignaron a los gobiernos “progresistas” de la región —desde el Frente Amplio uruguayo y el PJ del argentino Kirchner hasta la concertación de Bachelet en Chile y el actual PT de Lula— consiste en lograr el retorno a la “normalidad” del capitalismo latinoamericano. Se trata de resolver la crisis orgánica reconstruyendo el consenso y la credibilidad de las instituciones burguesas para garantizar EL ORDEN. Es decir: la continuidad del capitalismo. Lo que está en juego es la crisis de la hegemonía burguesa en la región, amenazada por las rebeliones y puebladas —como las de Argentina o Bolivia— y su eventual recuperación.

Desde nuestra perspectiva, y a pesar de algunas esperanzas populares, la manipulación de las banderas sociales, el bastardeo de los símbolos de izquierda y la resignificación de las identidades progresistas tienen actualmente como finalidad frenar la rebeldía y encauzar institucionalmente la indisciplina social. Mediante este mecanismo de aggiornamientola Venezuela bolivariana (a la que se sonríe pero... siempre desde lejos), seguir demonizando a la insurgencia colombiana y congelar de raíz el proceso abierto en Bolivia. supuestamente “progre” las burguesías del cono sur latinoamericano intentan recomponer su hegemonía política. Se pretende volver a legitimar las instituciones del sistema capitalista, fuertemente devaluadas y desprestigiadas por una crisis de representación política que hacía años no vivía nuestro continente. Los equipos técnicos y políticos de las clases dominantes locales y el imperialismo se esfuerzan de este modo, sumamente sutil e inteligente, en continuar aislando a la revolución cubana (a la que se saluda, pero... como algo exótico y caribeño), conjurar el ejemplo insolente de

La disputa por el Che Guevara en el siglo XXI

En ese singular contexto político, donde la lucha entre la hegemonía reciclada y aggiornada del capital y la contrahegemonía del campo popular tensan hasta el límite la cuerda del conflicto social, emerge, una vez más, la figura del Che Guevara. Viejo fantasma burlón y rebelde. A pesar de haber sido tantas veces repudiado, bastardeado y despreciado, hoy asoma nuevamente su sonrisa irónica por entre los escudos policiales, los carros blindados de la fuerzas antimotines y las movilizaciones de protesta popular.

Cada reaparición del Che se produce en medio de una feroz disputa.

Durante la década del ’80, luego de las masacres capitalistas y los genocidios militares, en la mayoría de los países capitalistas dependientes de América Latina el Che retornó como astilla molesta en la garganta de los relatos académicos que por todo el continente predicaban —dólares y becas mediante— el supuesto y nunca cumplido “tránsito a la democracia”. En esos años, también en América Latina pero ahora dentro de Cuba, Fidel Castro apeló al Che Guevara como bandera y antídoto frente al mercado perestroiko y a l a adaptación procapitalista que impulsaban los soviéticos. En los discursos de Fidel, durante esos años, el Che volvía como partidario de la planificación socialista y teórico marxista del período de transición al socialismo.

Más tarde, en plena década del ’90, tras la caída del muro de Berlín y la URSS en Europa del Este, en América latina Guevara volvía a asomar su boina inclinada y su barba raleada. Por entonces el Che retornaba como bandera ética y sinónimo de rebeldía cultural. Su imagen servía para contrapesar la antiutopía mercantil, privatizadora y represiva que se legitimaba con el señuelo del supuesto ocaso de los “grandes relatos ideológicos” y el pretendido agotamiento de las “grandes narrativas de la historia”. Frente al auge triunfalista del neoliberalismo más salvaje y la brutal absolutización del mercado, la apelación guevarista del hombre nuevo y la ética de la solidaridad se transformaron entonces en una muralla moral.

Hoy, ya comenzado el siglo XXI, aquella “transición a la democracia” de los ’80 y aquel neoliberalismo furioso de los ’90 han entrado en crisis. Guevara, en cambio, sigue presente y continúa atrayendo la atención de la juventud más inquieta, noble, sincera y rebelde.

Sin embargo, en nuestra opinión, ya no resulta pertinente apelar al Che como antídoto frente a una perestroika actualmente inexistente (como sucedió en los ’80) ni tampoco reducir el guevarismo a una reivindicación puramente ético-cultural (como predominó en los ’90). Ambas opciones, aunque justas y necesarias en aquellas décadas, hoy nos parecen demasiado limitadas, moderadas y tímidas.

Superado ya el impasse que provocó en el pensamiento revolucionario mundial la caída del muro de Berlín, hoy necesitamos volver a discutir y a rescatar el pensamiento del Che Guevara y el guevarismo como proyecto político, al mismo tiempo que destacamos sus otras dimensiones (ética, filosófica y crítica de la economía política).

Se trata de recuperar el legado político que Guevara deja pendiente a las juventudes del siglo XXI y la necesidad urgente de reinstalarlo en la agenda de los movimientos sociales y las organizaciones políticas actuales. Comenzar a realizar esa tarea implica asumir un complejo desafío que consiste en conjurar numerosos equívocos que se han ido tejiendo en medio de la feroz disputa por su herencia.

En nuestra opinión, si hubiera que sintetizarlo en una formulación apretada y condensada, como proyecto político (no sólo ético-filosófico-cultural) el guevarismo constituye la actualización del leninismo contemporáneo descifrado desde las particulares coordenadas de América Latina. Esto es: una lectura revolucionaria del marxismo que recupera, en clave antiimperialista y anticapitalista al mismo tiempo, la confrontación por el poder y la lucha radical contra todas las formas de dominación social (las antiguas o tradicionales y también las formas de dominación aggiornadas o recicladas).

Discutiendo algunos equívocos

Esa recuperación actual del leninismo y de las vertientes más radicales del marxismo que el Che Guevara defendió en su vida política y en su obra teórica, solo podrá realizarse si abandonamos el pesado lastre de equívocos, caricaturas y tergiversaciones que se han ido pegoteando hasta empastar cualquier mínimo ejercicio de pensamiento crítico en nuestras filas.

En primer lugar, deberemos dejar resueltamente de lado la curiosa y malintencionada homologación que han construido los partidarios del posmodernismo entre marxismo revolucionario y estatismo (¿?).

En los relatos académicos nacidos al calor de la derrota europea del ’68, que han proliferado como maleza por toda América Latina desde la década del ’80, el marxismo revolucionario terminaría siendo una variante más de “autoritarismo” estatista, donde bajo el manto pétreo del verticalismo estatal (posterior a la toma revolucionaria del poder) se produciría una asfixiante uniformidad de los movimientos sociales y las subjetividades populares.

¡Nada más lejos del ambicioso proyecto político guevarista que, siguiendo las enseñanzas de El Estado y la revolución de Lenin, siempre ha planteado la creación de poder popular y la continuidad ininterrumpida de la revolución socialista contra toda cristalización burocrática del aparato estatal!

Resultan hoy demasiado conocidas las polémicas que Fidel y el Che desarrollaron a inicios de los años ’60, desde el poder revolucionario mismo, contra diversas tendencias burocráticas que pretendían congelar la revolución, reducirla a un solo país y aprisionarla en los pasillos ministeriales. A tal punto llegó aquella polémica que los viejos stalinistas (y toda la prensa burguesa de occidente) terminó acusando a Fidel y al Che de pretender “exportar la revolución” por todo el mundo.

Cuatro décadas después, aquel ímpetu antiburocrático (en lo “interno”) e internacionalista militante (en lo “externo”) que Guevara desarrolló sigue siendo una prueba irrefutable de que el marxismo revolucionario de ningún modo implica reducir nuestro ambicioso proyecto político a la inserción en un triste ministerio de estado. ¡Ni antes de tomar el poder (como sugieren aquellas corrientes proclives a la cooptación estatal, hoy fascinadas con Kirchner, Lula, Tabaré Vázquez o Bachelet) ni después de tomar el poder (como pretendieron algunas corrientes stalinistas)!

El proyecto político guevarista no nace de una galera, sino de una caracterización histórica de la sociedad latinoamericana

A pesar de las caricaturas que en diversas biografías mercantiles se han dibujado sobre Guevara —donde, por ejemplo, el Che elige ir a combatir a Bolivia por algún deseo místico de encontrarse con la muerte o descree de las “burguesías nacionales” por algún oscuro resentimiento familiar—, la perspectiva política del guevarismo se sustenta en una determinada línea de análisis de nuestras sociedades. Tanto las tácticas como las estrategias, los aliados posibles como las vías privilegiadas de lucha, derivan de un análisis político pero también de una caracterización histórica de las formaciones sociales latinoamericanas.

Desde los años del Che hasta hoy, la acumulación de conocimiento social realizado en América latina a partir del ángulo del marxismo revolucionario ha sido enorme. Que en las academias oficiales rara vez se incursione en esas investigaciones no implica que no hayan existido. Que los papers por encargo y la literatura difundida por las ONGs desprecien las categorías pergeñadas por el arsenal marxista, no legitima desconocer u olvidar que hace ya largos años historiadores formados en esta corriente pusieron en entredicho la tesis del supuesto y fantasmagórico “feudalismo” continental, base del subdesarrollo y del atraso latinoamericanos. Tesis que intentó fundamentar la revolución por etapas, la oposición a la revolución socialista y fundamentalmente el rechazo del guevarismo como opción política radical.

A diferencia de aquella tesis, la conquista de América, realizada con la espada y con la cruz, fue una gigantesca y genocida empresa capitalista que contribuyó a conformar un sistema mundial de dominación de todo el orbe. No nos olvidemos que Marx, en El Capital, sostenía que: “El descubrimiento de las comarcas de oro y plata en América, el exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras [esclavos negros], caracterizan los albores de la era de producción capitalista” (El Capital, Tomo I, Vol. I., capítulo 24).

En la América colonial posterior a la conquista de las diversas culturas de los pueblos originarios y a la destrucción de los imperios comunales-tributarios de los incas y aztecas, se conformó un tipo de sociedad que articulaba y empalmaba en forma desigual y combinada relaciones sociales precapitalistas (las comunales que lograron sobrevivir a 1492, las serviles y las esclavistas) con una inserción típicamente capitalista en el mercado mundial. Las relaciones sociales eran distintas entre sí, pero estaban combinadas y unas predominaban sobre otras. El nacimiento del capitalismo como sistema mundial siguió, pues, derroteros distintos en las diversas regiones del planeta. A pesar de lo que se enseña en las escuelas oficiales de nuestros países, nunca hubo un desarrollo lineal, homogéneo y evolutivo.

En Europa occidental el nacimiento del capitalismo estuvo precedido por el feudalismo y, antes, por la esclavitud y la comunidad primitiva. En vastas zonas de Asia y África, ese tránsito siguió una vía diversa: de la comunidad primitiva al modo de producción asiático y de allí al feudalismo o también de la comunidad primitiva al modo de producción asiático y de allí al capitalismo. La esclavitud —típica en Grecia o Roma antiguas— no fue universal como tampoco lo fue el feudalismo.

En nuestra América, se pasó de las sociedades comunales-tributarias a una sociedad híbrida, inserta de manera dependiente en el mercado mundial capitalista (subordinada a su lógica) y basada en un desarrollo desigual y combinado de relaciones sociales precapitalistas y capitalistas, tanto en la agricultura y en la minería como en la manufacturas.

La característica central que se deriva de esta inserción latinoamericana en el mercado del sistema mundial capitalista ha sido y continúa siendo la dependencia, la superexplotación de nuestros pueblos y el carácter lumpen, raquítico, impotente y subordinado de las burguesías locales (mal llamadas “nacionales” pues, aunque hablan nuestros mismos idiomas y tienen nuestras costumbres, carecen de una perspectiva emancipadora para el conjunto de nuestras naciones).

De allí que las luchas por la independencia de nuestros países asuman, necesariamente, un horizonte político que combina al mismo tiempo —sin separarlas artificialmente pues están íntimamente entrelazadas— tareas antiimperialistas, o de liberación nacional, con tareas anticapitalistas y socialistas. Ese tipo de perspectiva política no corresponde a un delirio mesiánico de Ernesto Che Guevara ni a la marginalidad alocada de las corrientes que se inspiran en el guevarismo. Responde a la historia profunda de nuestro continente, a la conformación de su estructura capitalista dependiente, al carácter irremediablemente subordinado y lumpen de sus clases dominantes criollas.

En los escritos y discursos de Guevara sobre esta caracterización de las formaciones sociales latinoamericanas encontramos una llamativa similitud con las apreciaciones de José Carlos Mariátegui (formuladas cuatro décadas antes que el Che). Tanto en Mariátegui como en el Che aparece también la mención a las supervivencias “feudales” de las sociedades de nuestra América (es más que probable que con la categoría de “feudales” el peruano y el argentino hicieran referencia a relaciones de tipo presalariales o “precapitalistas”); pero en ambos casos se subraya inmediatamente que esa supervivencia, derivada de la conquista española y portuguesa, convive en forma articulada —no yuxtapuesta— con la dependencia del mercado mundial, que termina imprimiéndole al conjunto social latinoamericano una subordinación al capitalismo como sistema global. Por lo tanto, el corolario político que Mariátegui y el Che Guevara infieren de ese análisis afirma que la revolución pendiente en nuestra América no puede ser “burguesa-antifeudal”, sino socialista.

No casualmente Mariátegui sostiene que: “La misma palabra Revolución, en esta América de las pequeñas revoluciones, se presta bastante al equívoco. Tenemos que reivindicarla rigurosa e intransigentemente. Tenemos que restituirle su sentido estricto y cabal. La revolución latinoamericana, será nada más y nada menos que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y puramente, la revolución socialista. A esta palabra, agregad, según los casos, todos los adjetivos que queráis: “antiimperialista”, “agrarista”, “nacionalista-revolucionaria”. El socialismo los supone, los antecede, los abarca a todos” (Editorial de la revista Amauta, 1928).

En la misma estela de pensamiento político, Guevara afirma: “Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón de cola. No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución” (Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, 1967).

El presupuesto que sustentaba esa conclusión política era una caracterización sociológica, económica e histórica de la impotencia de las “burguesías nacionales”.

Por ejemplo, en su artículo “Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana” el Che argumenta que: “América es la plaza de armas del imperialismo norteamericano, no hay fuerzas económicas en el mundo capaces de tutelar las luchas que las burguesías nacionales entablaron con el imperialismo norteamericano, y por lo tanto estas fuerzas, relativamente mucho más débiles que en otras regiones, claudican y pactan con el imperialismo [...] Lo determinante en este momento es que el frente imperialismo-burguesía criolla es consistente”.

En otro de sus escritos, el prólogo al libro El partido marxista leninista (donde se recopilaban, entre otros, escritos de Fidel), Guevara continúa con el mismo argumento: “Y ya en América al menos, es prácticamente imposible hablar de movimientos de liberación dirigidos por la burguesía. La revolución cubana ha polarizado fuerzas; frente al dilema pueblo o imperialismo, las débiles burguesías nacionales eligen al imperialismo y traicionan definitivamente a su país”.

No otra era la perspectiva de Fidel cuando afirmaba que : “Hay tesis que tienen 40 años de edad; la famosa tesis acerca del papel de las burguesías nacionales. Cuánto papel, cuánta frase, cuanta palabrería, en espera de una burguesía liberal, progresista, antiimperialista. [...] La esencia de la cuestión está en si se le va a hacer creer a las masas que el movimiento revolucionario, que el socialismo, va a llegar al poder sin lucha, pacíficamente. ¡Y eso es una mentira!” (discurso de clausura de la Organización Latinoamericana de Solidaridad-OLAS del 10/8/1967). En la declaración final de evento, se formulan veinte tesis en defensa de “la lucha armada y la violencia revolucionaria, expresión más alta de la lucha del pueblo, la posibilidad más concreta de derrotar al imperialismo”. Las tesis sostienen que: “las llamadas burguesías nacionales de América Latina tienen una debilidad orgánica, están entrelazadas con los terratenientes (con quienes forman la oligarquía) y los ejércitos profesionales, son incapaces y tienen una impotencia absoluta para enfrentar al imperialismo e independizar a nuestros países [...] La insurrección armada es el verdadero camino de la segunda guerra de independencia” (Declaración general de la OLAS, agosto de 1967).

Cuatro décadas después de aquellos análisis, en tiempos de violenta mundialización capitalista... ¿las burguesías nativas de nuestra América han logrado un grado mayor de independencia y autonomía? La respuesta, para quien no reciba euros o dólares de aquellas instituciones destinadas a comprar conciencias y cerebros, resulta más que obvia.

¿Qué sentido realista, pragmático y realizable tienen hoy, en el siglo XXI globalizado, los proyectos de “capitalismo andino”, “capitalismo nacional”, “capitalismo a la uruguaya”, “capitalismo ético” y otras ensoñaciones ilusorias que pululan por el cono sur latinoamericano, extraídas del ropero ideológico de las viejas clases dominantes, recientemente maquilladas, perfumadas, aggiornadas y recicladas?

Desde el proyecto político guevarista creemos que ninguna de esas formulaciones retóricas —pues de eso se trata, de pura retórica, de mera puesta en escena, de simples piruetas discursivas destinadas al marketing electoral— tiene sustento real, posible ni realista. Sirven, quizás, para ganar votos en una elección. Pero no constituyen un proyecto serio de emancipación nacional y continental. Guevara continúa teniendo razón: o revolución socialista o caricatura de revolución.

La revolución como proceso prolongado e ininterrumpido

En la concepción política guevarista la revolución no constituye un espasmo repentino ni la irrupción de un rayo en el cielo despejado de un mediodía de verano. Tampoco un golpe de mano ni un cuartelazo militar. La revolución, para el Che, sólo se puede realizar como un proceso y a través de la lucha de masas, prolongada y a largo plazo. El Che en muy claro con las ilusiones espontaneístas que sueñan con un motín popular, por lo general urbano, que con palos y piedras logre, en una sola tarde, cambiar todo el orden social de raíz. En su opinión: “Y los combates no serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta” (Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, 1967).

La revolución comienza antes de la toma del poder, con la creación de poder popular y zonas liberadas, se prolonga, a través de la destrucción del poder estatal, en el derrocamiento de todo el andamiaje institucional de la vieja sociedad y más tarde se extiende en la creación de nuevas formas de relaciones sociales y nuevas instituciones que deben dar cuenta del cambio radical ocurrido en el orden social. Del viejo orden no se pasa al abismo sino, en los términos de la revista del joven Gramsci, al “orden nuevo”. La revolución no se delimita entonces al día preciso en que las autoridades políticas de la vieja sociedad y el antiguo régimen de dominación abandonan el país o son apresadas por las fuerzas revolucionarias. No, lejos de esa visión de la épica hollywoodense, la revolución abarca un proceso social y temporal de muchos años.

Concebir a la revolución como un proceso a largo plazo, donde se combinan diversas formas de lucha —predominando las formas extrainstitucionales por sobre las institucionales, dado el carácter históricamente represivo de los regímenes políticos latinoamericanos— implica desmontar al mismo tiempo la leyenda del foquismo, simplificación atribuida al guevarismo político que todavía hoy sigue señalándose como espantapájaros contra el pensamiento marxista radical.

El espantapájaros del foquismo (y la caricatura de Debray)

¿Quién es Régis Debray? Debray era un joven estudiante francés, discípulo del filósofo Louis Althusser. Visitó América Latina y escribió después un artículo muy largo, en la célebre revista de Jean-Paul Sartre Les Temps Modernes. Lo tituló: “El Castrismo: la larga marcha de América Latina”. Este artículo les gustó mucho a los cubanos. Lo invitaron a Cuba, y ahí, en la isla, Debray escribe un texto que pretende ser algo así como la “síntesis teórica” de la revolución cubana. En realidad era una versión manualizada, codificada y simplificada hasta el extremo. Un texto que hoy en día se utiliza para criticar a la revolución cubana y para denostar todo lo que políticamente esté asociado al Che Guevara (Hemos intentado desarrollar la crítica al foquismo en nuestro ensayo “¿Foquismo? A propósito de Mario Roberto Santucho y el pensamiento político de la tradición guevarista”, incluido en nuestro Ernesto Che Guevara: El sujeto y el poder. Buenos Aires, Nuestra América, 2005).

El libro de Debray se titula: ¿Revolución en la Revolución?. Allí realiza una versión totalmente parcial y unilateral de la revolución cubana. Sostiene, entre otras cosas, que en Cuba no hubo casi lucha urbana, que solamente se desarrolló la lucha rural, que la ciudad era burguesa mientras que la montaña era proletaria y que, por lo tanto, la revolución surge de un foco, de un pequeño núcleo aislado. Así, de este modo, Debray hace la canonización y la codificación de la revolución cubana en una receta muy esquemática que se conoce como “la teoría del foco”. Esta versión de Debray sobre la revolución cubana suele ser utilizada en nuestros días para ridiculizar y fustigar la teoría política del guevarismo... aún cuando el mismo Debray ya no tiene nada que ver con esta tradición, pues pasó a las filas de la socialdemocracia —en el mejor de los casos y siendo indulgentes con él... –.

No es mentira que la temática del “foco” está presente en los escritos del Che pero de una manera muy diferente a la receta simplificada que construye Debray. Nosotros creemos que en el Che los términos “foco” y “catalizador” —con los que el Che hace referencia a la lucha político-militar de la guerrilla—, tienen un origen metafórico proveniente de la medicina (la profesión juvenil del Che). El “foco” remite al... foco infeccioso que se expande en un cuerpo humano. El “catalizador”, en la química, es el nombre de un cuerpo capaz de motivar un cambio, la transformación catalítica.

Pero, más allá del origen metafórico de ambos términos, resulta innegable para quien no tenga anteojeras ni escriba por encargo de ONGs o fundaciones norteamericanas que en el pensamiento político de Guevara la concepción de la guerrilla está siempre vinculada a la lucha de masas. Concretamente, el Che sostiene que: “Es importante destacar que la lucha guerrillera es una lucha de masas, es una lucha del pueblo [...] Su gran fuerza radica en la masa de la población” (Ernesto Che Guevara: La guerra de guerrillas, 1960). Más tarde, el Che vuelve a insistir con este planteo cuando reitera: “La guerra de guerrillas es una guerra del pueblo, es una lucha de masas” (Ernesto Che Guevara: “La guerra de guerrillas: un método”, artículo publicado en Cuba Socialista, septiembre de 1963).

Guevara no se detiene allí. Prolongando y comentando el libro del general Giap (célebre estratega vietnamita que derrocó a Japón, Francia y Estados Unidos) Guerra del pueblo, ejército del pueblo, el Che destaca una y otra vez un elemento fundamental para la victoria del pueblo vietnamita: “las grandes experiencias del partido en la dirección de la lucha armada y la organización de las fuerzas armadas revolucionarias [...] Nos narra también el compañero Vo Nguyen Giap, la estrecha relación que existe entre el partido y el ejército, cómo, en esta lucha, el ejército no es sino una parte del partido dirigente de la lucha.

De este modo, a diferencia de Debray, el Che le otorga un lugar central a la lucha política, de la cual la lucha armada no es sino su prolongación sobre otro terreno. Allí, siempre comentando a Giap, Guevara vuelve a insistir, casi con obsesividad, en que: “La lucha de masas fue utilizada durante todo el transcurso de la guerra por el partido vietnamita. Fue utilizada, en primer lugar, porque la guerra de guerrillas no es sino una expresión de la lucha de masas y no se puede pensar en ella cuando está aislada de su medio natural, que es el pueblo”.

¿De qué modo Debray pudo eludir este tipo de razonamientos centrales y determinantes del pensamiento político del Che? Pues construyendo un relato de la revolución cubana donde desaparecen, como por arte de magia, las tradiciones políticas previas y toda la lucha política anterior de Fidel Castro y sus compañeros.

Si se vuelven a leer los textos “foquistas” de Debray cuarenta años después, el lector no encontrará, inexplicablemente, ninguna referencia a la historia política cubana anterior ni a la lucha política previa, que derivan en el inicio de la lucha armada contra Batista. Pareciera que para Debray, observador europeo proveniente del PC francés, recién llegado a América latina —en aquella época fascinado con Cuba y las guerrillas, luego con la socialdemocracia y hoy vaya uno a saber con qué— la invasión del Granma y el Ejército Rebelde nacen ex nihilo, no como fruto de la radicalización política de un sector juvenil proveniente del nacionalismo radical y antimperialista latinoamericano y de la propia historia política cubana (Para una reconstrucción de la historia previa de la revolución cubana y de toda la experiencia que Fidel y el Movimiento 26 de julio extraen de sus maestros Guiteras, Mella, Roa y otros, véase nuestro libro Fidel para principiantes. Buenos Aires, Longseller, 2006)

Además, cuando Debray pretende esquematizar y teorizar la lucha revolucionaria cubana defendiendo a rajatabla la tesis de “la inexistencia del partido” tiene en mente y está pensando en la ausencia, dentro de la primera dirección guerrillera, del viejo Partido Socialista Popular (el antiguo PC cubano, símil del PC francés en el que se formó Debray). Un lector actual de los escritos de Debray no puede dejar de preguntarse: ¿pero acaso el Movimiento 26 de julio —quien impulsaba y dirigía la lucha armada en Cuba— no constituía un partido? ¿Acaso Fidel Castro y los asaltantes del Moncada no provenían de la lucha política previa que se nutría del antimperialismo radical?

Para Debray las advertencias del Che sobre las luchas de masas y la relevancia de la organización política eran sólo... detalles insignificantes. No les dio ninguna importancia. Por eso construyó una visión caricaturesca de la lucha armada que, lamentable y trágicamente, fue posteriormente atribuida —post mortem— al Che y al guevarismo...

Según recuerda Pombo [Harry Villegas Tamayo], compañero del Che en Cuba, Congo y Bolivia, al Che Guevara no le gustó ¿Revolución en la Revolución? de Debray. Lo leyó cuando estaba en Bolivia (pues se publicó en 1967) y le hizo verbalmente comentarios críticos a su autor. No hay registros de que el Che haya volcado esos comentarios críticos en sus libretas de apuntes de Bolivia.

Aún cuando nunca sepamos qué le criticó puntualmente Guevara al intelectual francés, ya en aquella época dos militantes cubanos salieron públicamente a criticar la caricatura “foquista” de Debray (Simón Torres y Julio Aronde [posiblemente dos seudónimos de colaboradores del comandante Manuel Piñeiro Losada, alias “Barbarroja”]: “Debray y la experiencia cubana”. En Monthly Review N° 55, año V, octubre de 1968. pp.1-21.). Estos dos compañeros cubanos le critican abiertamente a Debray —¡no ahora, en el siglo XXI, sino en 1968!— el haber simplificado la revolución cubana, el haberla convertido en una simple teoría del “foco” y el no haber visto en ella que junto a la guerrilla, en las ciudades luchaba la juventud, el movimiento obrero, el movimiento estudiantil, etc. En suma, le cuestionaban, en particular, el total desconocimiento de la lucha urbana y, en general, la total subestimación de la lucha política, base de sustentación de toda confrontación político militar. Esta es la principal crítica a la teoría del “foco” realizada en aquella época por los propios cubanos (para revisar la crítica que otros guevaristas le hicieron a la teoría “foquista” de Debray, puede consultarse el mencionado ensayo “¿Foquismo? A propósito de Mario Roberto Santucho y el pensamiento político de la tradición guevarista”, así como también los documentos fundacionales del ERP en Argentina, compilados por Daniel De Santis en varias ediciones. Esas compilaciones pueden consultarse gratuitamente en el sitio web de la «Cátedra Che Guevara – Colectivo Amauta»: amauta.lahaine.org).

La política, la lucha de clases y la confrontación político-militar

Las posiciones políticas que asume Ernesto Che Guevara en sus reflexiones sobre Cuba, Vietnam, las enseñanzas de Giap y la lucha antiimperialista del tercer mundo se nutren de toda la tradición previa del marxismo, que a su vez proviene de pensadores clásicos como Clausewitz y Maquiavelo.

Recordemos que, a principios del siglo XVI, en El príncipe y en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el teórico florentino Nicolás Maquiavelo sostiene que para unificar Italia como una nación moderna, había que derrotar el predominio de Roma –El Vaticano– y también terminar con la proliferación de bandas armadas locales, los célebres condottieri. Maquiavelo propone la formación de una fuerza militar republicana completamente subordinada al príncipe, es decir, al poder político. ¡Es la política, según Maquiavelo, la que ejerce su dirección sobre lo militar y no al revés!. [combatientes mercenarios]

Más tarde, a inicios del siglo XIX, el teórico prusiano Karl von Clausewitz vuelve a prolongar aquel pensamiento defendiendo que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” (en su libro De la guerra).

Un siglo después, a comienzos del siglo XX, durante la primera guerra mundial (más precisamente entre 1915 y 1916), mientras estudia la Ciencia de la Lógica de Hegel en su exilio suizo, Lenin lee y anota detenidamente la obra De la guerra de K.v.Clausewitz. En plena confrontación mundial (entre estados-naciones), luego transformada en guerra civil interna (entre clases sociales), Lenin recalca una y otra vez las enseñanzas de Clausewitz acerca de la guerra entendida como continuidad de la política y el predominio de esta última sobre aquella.

El principal líder de la revolución bolchevique no es el único marxista en incursionar en esta materia. Antonio Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, redacta en los albores de la década de 1930 el texto “Análisis de situación y relaciones de fuerza”. Allí el pensador italiano sostiene que la lucha político-militar y la guerra constituyen un momento superior de las relaciones de fuerzas políticas, que enfrentan en una situación revolucionaria a las clases y fuerzas sociales.

Exactamente lo mismo podría plantearse acerca del pensamiento de Mao Tse Tung, León Trotsky, Ho Chi Minh, Vo Nguyen Giap y, desde luego, Fidel y el Che.

Por lo tanto, en toda esta extendida tradición de pensamiento político, que se remonta a la herencia republicana de Maquiavelo y, pasando por el tamiz de la reflexión de Clausewitz, es adoptada luego por los clásicos del marxismo, la confrontación político-militar es la prolongación de la lucha política, ¡no al revés!. A pesar de las caricaturas mercantiles que se han dibujado con intenciones de frivolización, ese es el corazón en el que se sustenta el proyecto político guevarista latinoamericano.

De manera análoga podría recorrerse el extenso itinerario del pensamiento político y militar de nuestras guerras de independencia y liberación latinoamericanas. Desde San Martín, Bolívar y Artigas hasta José Martí, Emiliano Zapata, Augusto César Sandino y Farabundo Martí, entre muchísimos otros y otras.

Después de años y años de propaganda burguesa y del intento de demonización y satanización de todo este pensamiento político, resulta imperioso volver a insistir en esta problemática.

Niveles de lucha en la relación de fuerzas entre las clases sociales

En el ya mencionado pasaje de los Cuadernos de la cárcel, Antonio Gramsci, sintetizando las elaboraciones de Lenin acerca del significado de una “situación revolucionaria”, expone lo que considera las características básicas de una situación política. En el mencionado pasaje, dicho sea de paso, se adelante como mínimo cuarenta años al análisis de Michel Foucault, a quien muchas veces se atribuye el haber descubierto que “el poder no es una cosa, sino relaciones”. Con cuatro décadas de anticipación, Gramsci también plantea que la política y el poder son relaciones, pero no relaciones en general, indeterminadas (en las cuales no importaría quien ejerce el poder sino cómo lo ejerce), sino relaciones específicas y determinadas de fuerza entre las clases sociales. Para Gramsci y para el marxismo sí importa quién ejerce el poder, además de cómo lo ejerce.

Este análisis de Gramsci resulta sumamente útil para pensar las categorías centrales del libro El Capital de Marx. Si el valor, el dinero y el capital no son cosas, sino relaciones (de producción), pues entonces son también relaciones de fuerza entre las clases… Gramsci nos proporciona en ese pasaje de los Cuadernos de la cárcel, la pista para comprender todo El Capital de Marx en clave política, superando la vieja dicotomía economista que dividía a la sociedad entre una esfera estructural (donde residiría la economía) y una esfera superestructural (donde se ubicaría la política y el poder).

¿Qué es el poder, entonces, para la tradición de pensamiento marxista? El poder es un conjunto de relaciones sociales de fuerza entre sujetos colectivos contradictoria y antagónicamente enfrentados, las clases sociales. Ese conjunto de relaciones abarca diversas esferas, desde la economía hasta la política, la cultura y la guerra. Al interior de ese conjunto complejo y diversificado de relaciones, algunas se cristalizan y condensan a lo largo del tiempo en instituciones. Las instituciones no son más que relaciones sociales cristalizadas, petrificadas, condensadas a lo largo del tiempo. Todas las instituciones que articula la sociedad capitalista están atravesadas por relaciones de poder, pero algunas, en particular, lo hacen en forma concentrada. No es el mismo poder el que ejerce una maestra en una escuela que el que ejerce el comando sur del ejército norteamericano. No todas las relaciones sociales están en el mismo nivel dentro de la totalidad social, así como tampoco todas las instituciones son intercambiables en el ejercicio del poder. Algunas instituciones, pertenecientes al aparato de Estado —policía, ejército, marina, fuerza aérea, servicios de inteligencia, cárceles, gendarmería, prefectura, etc.— aglutinan determinados márgenes mayores de concentración de poder en comparación con otras instituciones. Son aquellas que implementan el ejercicio (real o potencial) de fuerza material. Otras instituciones las acompañan y legitiman, son las instituciones que ejercen poder en la creación de consenso. La hegemonía burguesa constituye precisamente la articulación de ambas dimensiones, la violencia y el consenso.

Pues bien, dentro de ese armazón categorial de índole marxista acerca del poder, Antonio Gramsci diferencia tres niveles de confrontación en la relación de fuerza entre las clases sociales. Un primer nivel económico-corporativo, un segundo nivel específicamente político (donde se construye la hegemonía) y un tercer nivel político-militar. Los tres momentos, aclara el pensador italiano, constituyen partes de un todo indivisible.

¿En cuál de los tres niveles de análisis se ubica la reflexión política del Che Guevara y su concepción de la revolución?

En nuestra opinión, pensamos que los escritos, intervenciones y discursos del Che abarcan los tres niveles de análisis aunque ponen prioritariamente el énfasis en el segundo y en el tercer nivel. Es decir, en el plano donde se construye la hegemonía socialista (allí deberían ubicarse todos los escritos del Che sobre la necesidad de construir el hombre nuevo y la mujer nueva, la batalla por la creación de la pedagogía del ejemplo y la moral comunista, etc.) y en el terreno social donde se desarrolla la confrontación político-militar, en tanto prolongación de la esfera política. De los tres momentos que señala Gramsci, a la hora de pensar y analizar la revolución como proceso, el Che teoriza sobre los dos niveles más avanzados de la lucha sin dejar de señalar las limitaciones —justas pero limitadas al fin de cuentas— de las luchas puramente económico-corporativas-reivindicativas.

El análisis específicamente político del guevarismo

Para estudiar la historia latinoamericana y el comportamiento de sus clases sociales el Che Guevara plantea en Guerra de guerrillas: un método (1963) que: “Hoy por hoy, se ve en América un estado de equilibrio inestable entre la dictadura oligárquica y la presión popular. La denominamos con la palabra oligárquica pretendiendo definir la alianza reaccionaria entre las burguesías de cada país y sus clases de terratenientes [...] Hay que violentar el equilibrio dictadura oligárquica-presión popular”.

Cabe aclarar que cuando el Che emplea la expresión “dictadura oligárquica”, como él mismo afirma, no está pensando en una dictadura de los terratenientes y propietarios agrarios tradicionales a la que habría que oponer, siguiendo un esquema etapista, una lucha “democrática” o un “frente nacional” modernizador, incluyendo dentro del mismo no sólo a los obreros, campesinos, estudiantes y capas medias empobrecidas, sino también a la denominada “burguesía nacional”. ¡De ningún modo! El Che es bien claro. Lo que existe en América Latina es una alianza objetiva entre los terratenientes “tradicionales” y las burguesías “modernizadoras”. La alternativa no pasa entonces por oponer artificialmente tradición versus modernidad, terratenientes versus burguesía industrial, oligarquía versus frente nacional. Su planteo es muy claro: “No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de revolución”.

En el pensamiento político del Che, la república parlamentaria, aunque fruto arrancado a las dictaduras militares como resultado de la lucha y la presión popular, sigue siendo una forma de dominación burguesa, incluso cuando se recicle apelando a retórica “progresista” o se modernice mediante gestos destinados al marketing electoral.

El Che atribuye suma importancia al análisis del equilibrio político inestable entre ambos polos pendulares (la dictadura oligárquica, basada en la alianza de terratenientes y burgueses “nacionales”, por un lado, y la presión popular, por el otro).

En ningún momento Guevara plantea como alternativa la consigna: “democracia o dictadura” (tan difundida en el cono sur latinoamericano a comienzos de los años ’80). La alternativa consiste en continuar bajo dominación burguesa en sus diferentes formas o la revolución socialista. Por ello, en Guerra de guerrillas: un método, el Che alertaba que: “No debemos admitir que la palabra democracia, utilizada en forma apologética para representar la dictadura de las clases explotadoras, pierda su profundidad de concepto y adquiera el de ciertas libertades más o menos óptimas dadas al ciudadano. Luchar solamente por conseguir la restauración de cierta legalidad burguesa sin plantearse, en cambio, el problema del poder revolucionario, es luchar por retornar a cierto orden dictatorial preestablecido por las clases sociales dominantes: es, en todo caso, luchar por el establecimiento de unos grilletes que tengan en su punta una bola menos pesada para el presidiario”.

Hegemonía y autonomía de clase

En la historia latinoamericana, quienes sólo pusieron el esfuerzo en la creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización. Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero que no pocas veces cayeron en el sectarismo. Una enfermedad recurrente y endémica por estas tierras. Quienes, en cambio, privilegiaron exclusivamente la construcción de alianzas políticas e hicieron un fetiche de la unidad a toda costa, con cualquiera y sin contenido, soslayando o subestimando la independencia política de clase, terminaron convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía (“nacional”, “democrática” o como quiera llamársela), cuando no fueron directamente cooptados por alguna de sus fracciones institucionales y terminaron su vida como funcionarios mediocres en algún ministerio.

Una de las grandes enseñanzas políticas del guevarismo latinoamericano consiste en que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en forma complementaria y hacerlo, si se nos permite el término —que ha sido bastardeado y manipulado hasta el límite—, de modo dialéctico. Es decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por los distintos proyectos burgueses en danza —sean ultrareaccionarios o “progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos como para ir quebrando el bloque de poder burgués y sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio autónomo de poder popular. Y eso no se logra sin construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas, oprimidas y marginadas.

Rebeldías múltiples, colores diversos, hegemonía socialista

En el debate latinoamericano, uno de los temas de la agenda política contemporánea más debatidos es, sin duda, el del sujeto de la revolución.

El capitalismo dependiente, como sistema de dominación continental, somete, oprime, explota y margina a múltiples sujetos sociales. Las evidencias están a la vista para quien no quiera distraerse.

Ahora bien, de ese amplio, diverso y colorido abanico multicolor, ¿existe algún sujeto social con capacidad de convocar y coordinar al conjunto del movimiento popular, aglutinando todas las rebeldías particulares y llevar la lucha de tod@s hasta las últimas consecuencias?

El Che Guevara consideraba que ese sujeto es la clase trabajadora. En el caso particular de Cuba, consideraba que la fuerza social, en términos cuantitativos, más numerosa era el campesinado pobre (base social del Ejército Rebelde que hace triunfar la revolución). Ahora bien, ese campesinado, si se hubiera limitado a la simple lucha por su terruño, hubiera conducido a la revolución a un callejón sin salida para el conjunto de la sociedad. Eludiendo este falso atajo “campesinista”, el Che Guevara considera que la revolución cubana —como la de Vietnam, en situación análoga en términos de clases sociales— pudo triunfar porque su dirección política tenía una ideología propia de la clase trabajadora. Esa fue, por ejemplo, una notable diferencia entre la revolución cubana de 1959 y la revolución mexicana de 1910, que también derrocó heroicamente al ejército burgués pero no logró, a pesar del liderazgo insurgente de Villa y Zapata, construir un proyecto aglutinador para el conjunto de la nación oprimida. El límite del programa campesino constituye una limitación para reorganizar el conjunto de la sociedad sobre nuevas bases, superadoras del capitalismo dependiente. Las grandes masas campesinas pobres de América Latina han jugado y pueden jugar en el futuro un papel sumamente revolucionario, a condición de converger en sus rebeldías y construir una alianza con las clases trabajadoras urbanas.

Esa singular combinación que se dio en Cuba y en Vietnam (ausente en los escritos de Marx o Engels), donde una fuerza social de mayoría campesina es conducida a la toma del poder por un destacamento revolucionario de ideología proletaria, constituye una de las elaboraciones de Guevara que bien valdría la pena repensar en el mundo contemporáneo.

Porque hoy en día, en el siglo XXI, en el campo popular latinoamericano también contamos con numerosos y diversos sujetos sociales que padecen opresiones y dominaciones. Pero no todos esos sujetos sociales tienen la misma capacidad de convocar, aglutinar y coordinar, en una lucha común, una confrontación contra el conjunto del sistema de dominación, excediendo el límite “corporativo-reivindicativo” de su lucha parcial.

Desde el ángulo guevarista, las luchas contra la dominación del capital son numerosas, variadas y en América Latina asumen tonalidades con un espectro de amplia gama. Pero cada una por separado, permanece fragmentada y encerrada en su propio “juego de lenguaje” (como le gusta decir al posmodernismo). Sin articulación, sin coordinación global, sin generar espacios comunes ni un proyecto socialista que aglutine a todos y todas no habrá posibilidad de salir de los lugares tímidos y limitados en los cuales el sistema de dominación nos recluye. Para salir de ese lugar prefijado de antemano —donde toda oposición y toda disidencia terminan siendo fagocitadas, neutralizadas, institucionalizadas o directamente cooptadas— necesitamos construir hegemonía socialista.

Como creía Mariátegui, como pensaba el Che, como propone el guevarismo contemporáneo, la revolución socialista constituye el gran proyecto que puede aglutinarnos a quienes nos proponemos romper radicalmente con las diversas dominaciones (nacionales, étnicas, de clase, de género, ecológicas, etc). La clase trabajadora, entendida en sentido amplio, debe jugar un papel central en esa convocatoria y en la construcción de ese proyecto socialista plural que aglutine en la creación del poder popular las más variadas y disímiles rebeldías anti-sistema.

¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?

A lo largo de su corta e intensa vida política Ernesto Guevara siempre destacó en primer plano la cuestión prioritaria del poder para una transformación radical de la sociedad

En su trabajo “Táctica y estrategia de la revolución latinoamericana” el Che no deja lugar a la ambigüedad: “El estudio certero de la importancia relativa de cada elemento, es el que permite la plena utilización por las fuerzas revolucionarias de todos los hechos y circunstancias encaminadas al gran y definitivo objetivo estratégico, la toma del poder [subrayado de Guevara]. El poder es el objetivo estratégico sine qua non de las fuerzas revolucionarias y todo debe estar supeditado a esta gran consigna”. Pero esa afirmación no queda restringida a escala nacional. Por eso el Che aclara inmediatamente: “La toma del poder es un objetivo mundial de las fuerzas revolucionarias”.

Ese es el primer problema de toda revolución. En tiempos del Che y en nuestra época.

¡Cuánta vigencia y pertinencia tienen hoy sus reflexiones! Sobre todo cuando en algunas corrientes del movimiento de resistencia mundial contra la globalización capitalista han calado las erróneas ideas —difundidas hasta el hartazgo por ONGs, fundaciones y diversas instituciones rentadas, encargadas de aceitar la hegemonía del sistema— de que “no debemos plantearnos la toma del poder”. Equívocas formulaciones y seductores cantos de sirena que vuelven a instalar, con otro lenguaje, con otra vestimenta, con otras citas prestigiosas de referencia, la añeja y desgastada estrategia de la “vía pacífica al socialismo” que tanto dolor y tragedia le costó, entre otros, al hermano pueblo de Chile. En primer lugar, al entrañable compañero Salvador Allende, honesto y leal propiciador de aquella estrategia.

Porque al reflexionar y debatir sobre estos planteos —mayormente nacidos en la academia parisina luego de la derrota del mayo francés (véase nuestro ensayo “Desafíos de la teoría crítica frente al posmodernismo” en amauta.lahaine.org)— jamás debemos olvidar o soslayar el estudio de la propia historia latinoamericana.

Grave equivocación la de aquellos intelectuales de origen europeo que llegan a América Latina, se fascinan con una experiencia política determinada, la simplifican, la recortan, la absolutizan, la descontextualizan, la separan de la historia latinoamericana, la convierten en receta universal y luego recorren diversos países predicando el nuevo evangelio, violentando las otras realidades para que todas entren, a como dé lugar y sin importar las especificidades, en el lecho de Procusto de sus esquemas de pizarrón.

Ese método de pensamiento político, ha sido recurrente en diversos exponentes de la intelectualidad europea afín a América Latina —algunos de ellos bienintencionados— o al menos interesada en el acaecer político de nuestros pueblos. Desde Regis Debray hasta Heinz Dieterich, pasando por John Holloway hasta llegar a Toni Negri [el más eurocéntrico de los cuatro].

Si Debray se fascinó con la Cuba de los ’60, la simplificó al extremo y luego la transformó en la receta caricaturesca del “foco” militar sin lucha política, Dieterich[4] hizo exactamente lo mismo con la Venezuela bolivariana de Chávez, de donde extrajo la disparatada doctrina que propone, en cualquier país y en donde sea, hacer la unidad con los militares de las Fuerzas Armadas institucionales. A su turno Holloway siguió idéntico derrotero metodológico con el neozapatismo, para terminar proponiendo a los cuatro vientos que pretender hacer una revolución para cambiar el mundo y tomar, en el camino, el poder como medio de derrumbar la vieja sociedad capitalista e ir construyendo una radicalmente nueva constituye un absurdo y una ridiculez… Negri coincide con este último análisis, aunque, quizás por su europeísmo galopante, directamente ni se tomó el trabajo de los otros tres. Vino directamente a América Latina a predicar sus recetas (extraídas de la derrota del movimiento extraparlamentario italiano y de la filosofía universitaria francesa que él adoptó en su exilio parisino), sin siquiera conocer de primera mano alguna de nuestras sociedades.

El método implícito y presupuesto por estos cuatro exponentes intelectuales de ese estilo de reflexión política resulta fácilmente impugnable. (En otros escritos hemos intentado cuestionarlo con mayor detenimiento: véase por ejemplo el prólogo a la edición cubana de nuestro Marx en su (Tercer) mundo. La Habana, Centro Juan Marinello, 2003 o también nuestro libro Toni Negri y los equívocos de «Imperio», publicado en Madrid [España], Campo de ideas, 2002 y en Bolsena [Italia], Massari ed., 2005). De sus distintas teorías, aquí nos detendremos brevemente en la doctrina posmoderna de la “no toma del poder”.

Existe un hilo —no rojo, sino más bien amarillo— de notable continuidad entre: (a) la impugnación política al marxismo revolucionario y el cuestionamiento filosófico de la tradición dialéctica realizada por el pensador socialdemócrata Eduard Bernstein, quien a fines del siglo XIX se oponía a la toma del poder y sugería expurgar del socialismo toda huella de Hegel (argumentando, exactamente igual que Toni Negri —quien evidentemente adoptó muchos de sus argumentos—, que la dialéctica es “estatista”, “conservadora”, “apologista del statu quo”, etc.); (b) la doctrina soviética promocionada en la era Kruschev desde Moscú, a partir de 1956, que promovía la “transición pacífica al socialismo” y el cambio de sociedad sin guerra civil ni toma del poder (doctrina nacida en paralelo con la doctrina de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo); (c) la estrategia del “camino pacífico —sin tomar el poder— al socialismo” experimentada en Chile a partir de 1970; (d) la doctrina eurocomunista —impulsada por el PCI a partir de su acuerdo con la Democracia Cristiana— del “compromiso histórico” con el estado burgués y sus instituciones, motivada por la recepción europeo occidental del fracaso chileno y el temor a un golpe de estado en Italia (doctrina que luego se extiende a Francia y a la España de la “transición” tras la muerte de Francisco Franco); y finalmente (e) la actual renuncia posmoderna a toda estrategia de poder.

A pesar de los diferentes contextos históricos y la diversidad de polémicas y debates en los que cada propuesta se inscribe, entre (a), (b), (c), (d) y (e) hay denominadores comunes. Las raíces políticas son convergentes y las conclusiones muy similares. Para quien no tenga anteojeras ni malas intenciones, resulta sumamente difícil desconocer que la doctrina de “no toma del poder” ni es nueva, ni acaba de surgir por la globalización ni responde a los cambios que introdujo internet... Todas esas formas de promocionarla son, en realidad, subterfugios propagandísticos para presentar en bandeja nueva una comida ácida, recalentada y ya rancia.

Aunque en el siglo XXI esa añeja doctrina se muestra y pretende venderse desde una vidriera teóricamente más atractiva, de modo mucho más pulido y seductor que los antiguos esquemas socialdemócratas o stalinistas (ahora aparece cargada incluso de términos libertarios o apelando a la indeterminación de una genérica “sociedad civil”), el fondo político sigue enmarañado dentro mismo de las pegajosas redes institucionales del capital. La conclusión es inequívoca. No se puede saltar el muro capitalista. No hay manera de confrontar con las instituciones centralizadas del poder, abrir de una vez por todas la puerta y pasar a una sociedad radicalmente distinta.

Por eso mismo, volver a rescatar, continuar y recrear la reflexión política del guevarismo sobre el problema del poder, realizada no desde un Estado burocrático envejecido ni desde un cómodo sillón académico universitario, sino desde una práctica política vivida cotidianamente como apuesta vital por la revolución socialista latinoamericana, constituye un elemento de aprendizaje insustituible e imprescindible para las nuevas generaciones de militantes.

Lenin y la formación política (¡sí, Lenin!)

La tradición del pensamiento político guevarista se inspira, obviamente, en Guevara pero no se reduce ni se detiene allí. El Che es el máximo exponente, pero no el único miembro de esta tradición. En diversos trabajos hemos intentado rastrear esta concepción analizando la obra teórica y práctica de diversos exponentes del guevarismo latinoamericano (véase la primera nota al pie de este ensayo).

De todos esos aportes focalizaremos la mirada, brevemente, en uno de los principales integrantes de la familia guevarista latinoamericana: el revolucionario y poeta salvadoreño Roque Dalton. ¿Por qué Dalton? Pues porque Roque subraya un eje fundamental y determinante en la polémica contemporánea, sumamente útil para poder comprender el proyecto político guevarista y su concepción de la revolución: el nexo Guevara-Lenin.

¡Sí, Lenin! El más despreciado, vilipendiado, insultado. Uno de los pensadores marxistas más indomesticables y reacio a cualquier cooptación.

En su inigualable y hermoso ensayo-collage Un libro rojo para Lenin Roque Dalton nos ofrece nuevamente la fruta prohibida, la piedra filosofal sin la cual no se puede comprender al guevarismo.

Pensando en la formación política de las juventudes guevaristas latinoamericanas, Roque nos sugiere: “Es conveniente leer a Lenin, actividad tan poco común en extensos sectores de revolucionarios contemporáneos”.

Pero su consejo para las nuevas generaciones de militantes no queda congelado allí. Burlón, incisivo, irónico y mordaz, Dalton pone el dedo en la llaga. Luego de los relatos posmodernos y de aquellas tristes ilusiones que pretendían “cambiar el mundo sin tomar el poder”, Roque nos provoca: “Cuando usted tenga el ejemplo de la primera revolución socialista hecha por la «vía pacífica», le ruego que me llame por teléfono. Si no me encuentra en casa, me deja un recado urgente con mi hijo menor, que para entonces ya sabrá mucho de problemas políticos”.

A contramano de modas académicas y mercantiles, cruzando las fronteras tanto de la vieja izquierda eurocéntrica como de los equívocos seudolibertarios y falsamente horizontalistas de las ONGs, la propuesta guevarista de Roque Dalton acude presurosa a llenar un vacío. Su relectura de Lenin nos permite responder los interrogantes que a nuestro paso nos presenta la esfinge. Roque focaliza la mirada crítica y la reflexión teórica en el problema fundamental del poder, desafío aún irresuelto por los procesos políticos contemporáneos de nuestra América. Tras varias décadas de eludir, ocultar o silenciar ese nudo problemático de todo pensamiento radical, recuperar la perspectiva guevarista, antiimperialista y anticapitalista, de Roque puede ser de gran ayuda para someter a crítica las mistificaciones y atajos reformistas del posmodernismo, disfrazados con jerga aparentemente —sólo aparentemente— libertaria.

Lenin desde el marxismo latinoamericano

El poeta salvadoreño se propone, nada menos, que traducir a Lenin a nuestra lengua política, a nuestra idiosincrasia, a nuestra historia, insertándolo en lo más rebelde y radical de nuestras tradiciones revolucionarias: el guevarismo. No es aleatorio que en su reconstrucción apele a otras experiencias de revoluciones en países del Tercer Mundo: la atrasada Rusia, la periférica China, Vietnam, Cuba, El Salvador... El Lenin de Roque se viste de moreno, de indígena, de campesina, de cristiano revolucionario, de habitante de población, villa miseria, cantegril y favela, además de obrera y obrero industrial, moderno y urbano. La suya es una lectura ampliada de Lenin, pensada para que sea útil ya no exclusivamente en las grandes metrópolis del occidente europeo-norteamericano sino principalmente en el Tercer Mundo, única manera de mantenerlo vivo y al alcance de la mano en las rebeliones actuales de América latina.

Esa perspectiva permite comprender la dedicatoria del libro que aunque está cargada de afecto y admiración, implica también una definición política, ya que Roque lo dedica “A Fidel Castro, primer leninista latinoamericano, en el XX aniversario del asalto al Cuartel Moncada, inicio de la actualidad de la revolución en nuestro continente” [subrayado de R.D.]. Esa dedicatoria a Fidel retoma puntualmente la tesis central del libro de Lukács sobre Lenin [véase nuestro estudio preliminar a G.Lukács: Lenin, la coherencia de su pensamiento. La Habana, Ocean Sur, 2007, también en www.rebelion.org].

Algunos de los problemas prioritarios que Un libro rojo... aborda tienen que ver con el carácter de la revolución latinoamericana y las vías (“tránsito pacífico”, confrontación directa, “no tomar el poder...”, etc). Pero el abanico de problemas pretende ser más extenso.

Che Guevara, Dalton y el leninismo latinoamericano

La obra de Roque tiene como objetivo fundamental pensar y repensar qué significa el leninismo para y desde América latina. Si al comienzo de este trabajo sostuvimos que el guevarismo constituye la expresión latinoamericana del leninismo, entonces su reflexión merece ser balanceada y contrastada con otras aproximaciones análogas realizadas en América Latina.

En primer lugar, con el “leninismo” construido por Victorio Codovilla y Rodolfo Ghioldi, dos de los principales exponentes argentinos de la corriente latinoamericana prosoviética. Estos dos dirigentes comenzaron a ser hegemónicos dentro del Partido Comunista argentino (PCA) a partir de 1928, cuando ya hacía diez años que éste se había fundado. Alineados en forma férrea con la vertiente de Stalin en el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Codovilla y Ghioldi pasaron a dirigir, de hecho, la sección sudamericana de la Internacional Comunista (IC). Desde allí combatieron a José Carlos Mariátegui, difundieron sospechas sobre Julio Antonio Mella y criticaron duramente a todo el movimiento político-cultural de la Reforma Universitaria nacido en Córdoba. Cuarenta años más tarde, durante los años ’60, Codovilla y Ghioldi volvieron a repetir la misma actitud de aquellos años ’20, rechazando y combatiendo la nueva herejía que emanaba entonces de las barbas de Cuba. Fueron duros opositores y polemistas del guevarismo (“duros” no por la agudeza de sus argumentos sino por la voluntad y el entusiasmo que pusieron en contrarrestar su influencia política).

Desde ese ángulo, construyeron una pretendida “ortodoxia” leninista desde la cual persiguieron a cuanto “heterodoxo” se cruzara por delante. Lenin, en este registro stalinista rudimentario se convierte en un recetario de fórmulas rígidas, propiciadoras del “frente popular”, la alianza de clases con la llamada “burguesía nacional” y la separación de la revolución en rígidas etapas. Además, desde los años ’50 en adelante, el “leninismo” de Codovilla y Ghioldi se fue convirtiendo en sinónimo de “tránsito pacífico” al socialismo y oposición a toda confrontación político-militar y toda lucha armada (a pesar de que Ghioldi había participado en 1935 en la insurrección fallida encabezada por Luis Carlos Prestes en Brasil).

Todo el emprendimiento de Roque Dalton en Un libro rojo para Lenin constituye una crítica frontal y radical, punto por punto, parte por parte, de esta versión de “leninismo” divulgada y custodiada en nuestras tierras por Codovilla y Ghioldi.

En segundo lugar, en América Latina el líder del Partido Comunista uruguayo (PCU) Rodney Arismendi elaboró una versión más refinada y meditada de “leninismo”. La suya fue una lectura más sutil y no tan vulgar como la de Codovilla y Ghioldi —lo que le permitió cierto diálogo con la vertiente guevarista como el mismo Roque reconoce en su otro libro Revolución en la revolución y la crítica de derecha—, aunque el dirigente uruguayo compartiera en términos generales el mismo paradigma político que los dos dirigentes de Argentina. Arismendi pretendía dibujar una imposible solución intermedia entre las ortodoxias de los antiguos partidos comunistas prosoviéticos y el guevarismo. Desde esa óptica intentó dialogar con los Tupamaros uruguayos e incluso llegó a participar (con una línea divergente) de la conferencia de la OLAS.

En tercer lugar, y ya bajo la estrella de la Revolución Cubana, la pedagoga chilena Marta Harnecker intentará una nueva aproximación a Lenin desde América Latina. Lo hará desde la óptica política y epistemológica althusseriana, ya que Marta ha sido durante años una de las principales alumnas y difusoras del pensamiento de Louis Althusser en idioma castellano y en tierras latinoamericanas. Ese intento de lectura se cristalizará en la obra La revolución social (Lenin y América Latina), de algún modo deudora de obras previas como Táctica y estrategia; Enemigos, aliados y frente político así como de la más famosa de todas Los conceptos elementales del materialismo histórico. La obra pedagógica de Harnecker, mucho más apegada a Lenin que los anteriores intentos etapistas de Codovilla, Ghioldi o Arismendi, tiene un grado de sistematicidad mucho mayor que la de Roque Dalton. Sin embargo, por momentos los esquemas construidos por Marta rinden un tributo desmedido a situaciones de hecho, coyunturales (de todas formas sin llegar al extremo de Debray, Dieterich, Holloway o Negri). Por eso sus libros teóricos van de algún modo “acompañando” los procesos políticos latinoamericanos. Así, perspectivas políticas determinadas se convierten, por momentos, en “modelos” casi universales: lucha guerrillera —como en Cuba— en los ’60; lucha institucional y poder local —como en Brasil y Uruguay— en los ’80 y ’90; procesos de cambios radicales a través del ejército —como en Venezuela— desde el 2000.

El libro de Roque, sin duda menos sistemático y con menor cantidad de referencias y citas bibliográficas de los escritos de Lenin que estos manuales, posee sin embargo una mayor aproximación al núcleo fundamental del Lenin pensador de la revolución anticapitalista. La menor sistematicidad es compensada con una mayor frescura y, probablemente, con una mayor amplitud de perspectiva de pensamiento político, realizado desde el guevarismo latinoamericano.

En cuarto lugar, debemos recordar la operación de desmontaje que desde comienzos de los años ’80 pretendieron realizar los argentinos (por entonces exiliados) Juan Carlos Portantiero, Ernesto Laclau y José Aricó, entre otros. Toda su relectura de Gramsci en clave explícita y expresamente antileninista, constituye un sutil intento de fundamentar su pasaje y conversión de antiguas posiciones radicalizadas a posiciones moderadas (esta referencia vale para Portantiero y Aricó, no así para Laclau, quien nunca militó en la izquierda radical sino en la denominada “izquierda nacional”, apoyabrazos progresista del populismo peronista). Concretamente, el ataque a Lenin (acusado de “blanquista”, “jacobino” y “estatalista”) y la manipulación de Gramsci (resignificado desde el eurocomunismo italiano y el posmodernismo francés) cumplen en los ensayos de Portantiero, Aricó y Laclau el atajo directo para legitimar con bombos y platillos “académicos” su ingreso alegre a la socialdemocracia, tras la renuncia a toda perspectiva anticapitalista y anticapitalista. No podían realizar ese tránsito sin ajustar cuentas con la obra indomesticable de Lenin, hueso duro de roer, incluso para los académicos más flexibles y más hábiles.

El libro de Roque, pensado desde el guevarismo para discutir con el reformismo y el oportunismo de “la derecha del movimiento comunista latinoamericano”, está repleto de argumentos que incluso les quedan grandes a las apologías parlamentaristas y reformistas de estos tres pensadores de la socialdemocracia.

En quinto lugar, no podemos obviar el ya mencionado intento de John Holloway y sus seguidores latinoamericanos por responsabilizar a Lenin de todos los males y vicios habidos y por haber: sustitucionismo, verticalismo, autoritarismo, estatalismo, etc., etc., etc. La “novedad” que inaugura el planteo de Holloway consiste en que realiza el ataque contra las posiciones radicales que se derivan de Lenin con puntos de vista reformistas pero..., a diferencia de los antiguos stalinistas prosoviéticos o de los socialdemócratas, él lo hace con lenguaje pretendidamente de izquierda. La jerga pretendidamente libertaria encubre en Holloway un reformismo poco disimulado y una impotencia política mal digerida o no elaborada (extraída de un esquema académico demasiado abstracto de la experiencia neozapatista, caprichosamente despojada de toda perspectiva histórica o de toda referencia a las luchas campesinas del zapatismo de principios del siglo XX, que poco o nada interesan a Holloway… en ese sentido bien valdría la pena consultar la carta que Emiliano Zapata le envía en 1918 al general Genaro Amezcua donde traza un paralelo entre la revolución zapatista mexicana y la revolución bolchevique de la Rusia de Lenin…). Toda la crítica de Roque Dalton golpea contra este tipo de planteos académicos al estilo de Holloway (o de sus seguidores igualmente académicos), aunque por vía indirecta, ya que al redactar su polémico collage Roque pretendía cuestionar posiciones más ingenuas, menos sutiles y, si se quiere, más transparentes en sus objetivos políticos.

Finalmente, a la hora de parangonar la lectura guevarista de Roque con otras lecturas latinoamericanas sobre Lenin, nos topamos con el reciente análisis de Atilio Borón. Este autor acude al ¿Qué hacer?, para analizarlo, interrogarlo y reivindicarlo desde la América Latina contemporánea.

No es casual que, como Roque Dalton, Borón llegue a una conclusión análoga cuando señala a Fidel Castro como uno de los grandes dirigentes políticos que han comprendido a fondo a Lenin. Particularmente, hace referencia a la importancia atribuida por Lenin al debate teórico y a la conciencia y lo parangona con el lugar privilegiado que ocupa la “batalla de las ideas” en el pensamiento de Fidel.

Después de la rebelión popular argentina de diciembre de 2001, Borón analiza las tesis del ¿Qué hacer? y las emplea para polemizar con el “espontaneísmo”, sobre todo de John Holloway, quien de hecho clasifica a Lenin como un vulgar estatista autoritario. También polemiza con la noción deshilachada y difusa de “multitud” de Toni Negri, quien cree, erróneamente, que toda organización partidaria de las clases subalternas termina subordinando los movimientos sociales bajo el reinado del Estado. Crítico de ambas interpretaciones —la de Holloway y la de Negri—, Borón sostiene que gran parte de las revueltas populares de comienzos del siglo XXI han sido “vigorosas pero ineficaces”, ya que no lograron, como en el caso argentino, instaurar un gobierno radicalmente distinto a los anteriores ni construir un sujeto político, anticapitalista y antiimperialista, perdurable en el tiempo.

En este tipo de lecturas, el leninismo de Borón mantiene una fuerte deuda con las hipótesis históricas del dirigente comunista uruguayo Arismendi, a quien cita explícitamente, aunque en el caso del argentino esas conclusiones a favor de un comunismo democrático estén completamente despojadas de todo vínculo con el stalinismo.

De la misma forma que el salvadoreño, en su trabajo sobre Lenin el argentino cuestiona “las monumentales estupideces pergeñadas por los ideólogos soviéticos y sus principales divulgadores”. Si bien Borón y Dalton se esfuerzan por delimitar la reflexión de Lenin de aquello en lo que derivó posteriormente en stalinismo, depositan sus miradas en aristas algo disímiles. Por ejemplo, mientras Borón critica —siguiendo a Marcel Liebman— la “actitud sumamente sectaria” de Lenin durante el período 1908-1912, Roque defiende aquellos escritos de Lenin, duros, inflexibles, propiciadores de la clandestinidad, del “partido obrero de combate” e incluso de la guerrilla. En ese sentido, el Lenin latinoamericano de Roque Dalton es un guevarista avant la lettre.

Pensar el poder y a los clásicos del marxismo desde América latina

Además del libro de Roque Dalton, pieza arquitectónica inigualable del acervo histórico del pensamiento político guevarista latinoamericano, existen otras producciones que bien valdría la pena estudiar hoy en la formación política de la joven militancia latinoamericana. Entre muchas otras, estamos pensando en un documento político elaborado al calor del fuego y no en la mansedumbre tibia de una maestría o un doctorado académico.

Se trata de un trabajo colectivo, presentado en 1968 al IV Congreso del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) de Argentina. Este texto tiene como autores a tres miembros de la organización insurgente, entre los cuales se encuentra Mario Roberto Santucho, otro de los principales representantes del guevarismo en nuestras tierras. Resulta más que plausible que la mayoría de sus ideas principales pertenezcan a Robi Santucho.

El primer capítulo de este folleto, titulado precisamente “El marxismo y la cuestión del poder”, ubica en el centro de la discusión aquella cuestión que estuvo ausente en las distintas corrientes de la izquierda tradicional argentina, por lo menos desde los levantamientos anarquistas —sangrientamente reprimidos— de principios de siglo. Junto a la cuestión del poder, allí se analiza el problema de la estrategia revolucionaria en los clásicos del marxismo, leídos —a diferencia del abordaje típicamente académico— desde preocupaciones esencialmente latinoamericanas.

La reflexión se abre con una toma de posición metodológica. En el análisis del país y su sociedad se debe partir de la categoría dialéctica más omnicomprensiva: la situación del capitalismo mundial y la lucha revolucionaria internacional para, a partir de allí, avanzar hacia el estudio de la relación de fuerzas entre las clases sociales, tanto a nivel nacional como internacional. Ésa era la recomendación de Marx en sus borradores de El Capital (los Grundrisse), cuando afirma que la categoría dialéctica más concreta (porque encierra en su seno la mayor cantidad de determinaciones) es el mercado mundial. (Aunque en la exposición lógico dialéctica de Marx esta categoría resulta el punto de llegada, en toda investigación sobre el capitalismo debería constituir el punto de partida, ya que el capitalismo conforma un sistema mundial).

No otra era la posición de Antonio Gramsci, cuando en el N°13 de sus Cuadernos de la cárcel proponía —siguiendo puntualmente a Lenin— estudiar el análisis de las situaciones políticas y las relaciones de fuerzas sociales, partiendo de la situación internacional.

Ese era el punto de vista del Che Guevara cuando en su “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental” parte de un análisis del capitalismo como sistema mundial de dominación para, a partir de allí, formular una estrategia continental y mundial de enfrentamiento con aquel.

Ese mismo problema metodológico reaparecerá posteriormente, en la Argentina, en la discusión de 1970-1971 entre dos organizaciones que intentaban inspirarse en el Che: el PRT-ERP y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). La posición de las FAR, defendida por Carlos Olmedo, quien seguía al pie de la letra la teoría nacionalista de las “causas internas” de Rodolfo Puiggrós (éste la había desarrollado en la Introducción de 1965 a su célebre Historia crítica de los partidos políticos argentinos), reclamaba comenzar el análisis por la Argentina“Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, proponía una mirada global sobre el conflicto con el imperialismo. La lucha nacional, país por país, era para el PRT parte de una batalla mayor, de carácter antimperialista e internacional. De este modo, el PRT le respondía a Olmedo —cabe aclarar que Santucho mantenía por Olmedo un gran aprecio personal, según le confiesa en una carta enviada desde la cárcel a su primera compañera Ana Villarreal— que el marxismo no es sólo un instrumento metodológico, sino también una ideología política y una concepción del mundo. En tanto método, ideología política y concepción del mundo, tiene como meta la revolución mundial y, por ello, debe analizar el capitalismo como un sistema a una escala que supere la estrechez reduccionista del discurso nacional-populista. para luego remontarse hacia lo internacional. La posición del PRT, que prolongaba el análisis del Che en su

Después de sentar posición metodológica, el documento sobre el marxismo y la cuestión del poder del IV Congreso del PRT argentino pasa a discutir el problema de la estrategia político-militar, núcleo de fuego de la izquierda revolucionaria.

Para hacerlo, recorre la herencia de los clásicos. Comienza por Marx y sus escritos sobre la lucha de clases en la Europa urbana del siglo XIX. Principalmente, sobre las barricadas de París, tanto en 1848 como en 1871. La estrategia de Marx apostaba a una acción insurreccional de la clase obrera, rápida y violenta, en las grandes ciudades, teniendo como meta el derrocamiento del Estado y la toma del poder.

Luego, se analiza la Introducción de Engels de 1895 a Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. Introducción que ha sido considerada, habitualmente, como “el testamento político” de Engels. En ese texto, el compañero de Marx dejaba sentado que la barricada urbana y la lucha de calles habían perdido efectividad frente a los avances de la técnica militar y las reformas urbanísticas (el trazado de las grandes avenidas, por ejemplo, por donde podía desplazarse rápidamente el ejército).

La socialdemocracia internacional censuró ese documento de Engels. En 1895, G.Liebknecht publicó en el periódico Vorwärts [Adelante], órgano central del Partido Socialdemócrata alemán, varios fragmentos entrecortados donde Engels aparecía, según el autor del documento le confesó a Paul Lafargue en una carta, “como un pacífico adorador de la legalidad a toda costa”. A pesar de la censura del partido alemán y de la posterior queja de Engels, los principales ideólogos de la socialdemocracia adoptaron este texto como caballito de batalla para insistir con el parlamentarismo. Engels señalaba, acertadamente, el problema que se abría para el movimiento obrero. Pero no aportaba una solución. Casi inmediatamente después de escribirlo (y de quejarse por la censura de la que fue víctima) Engels se muere, dejando sin respuesta política estratégica al movimiento obrero mundial.

A contramano de la socialdemocracia alemana y de todo el reformismo que tenía a esta última como faro y luz, en Italia Antonio Gramsci utilizó ese mismo texto de Engels para pensar la revolución pasiva en Europa Occidental. El gran cerebro italiano, partiendo del “testamento” de Engels, intenta desentrañar las modernizaciones “desde arriba”, desarrolladas en Alemania por Bismarck y en Francia por Luis Bonaparte. En estas “revoluciones desde arriba”, impulsadas por el Estado burgués, que cambia algo para que nada cambie, neutralizando de este modo la rebelión popular, institucionalizando el proceso social y apropiándose de los reclamos y reivindicaciones “de abajo”, Gramsci visualiza un problema extremadamente difícil de resolver. Para poder enfrentar eficazmente y derrotar estas “revoluciones pasivas”, en sus Cuadernos de la cárcel Gramsci propone cambiar la estrategia revolucionaria de la clase obrera: pasar de la revolución permanente y la guerra de maniobra a la guerra de posiciones. Esto para las sociedades capitalistas de Europa occidental. ¿Y en las capitalistas periféricas, que forman parte del Tercer Mundo? ¿Y en las capitalistas coloniales, semicoloniales y dependientes? ¿Y en las de América Latina? Aunque en sus Cuadernos de la cárcel realiza algunas breves observaciones sobre la estrategia política de la guerra de guerrillas en sociedades agrarias y atrasadas (tomando como ejemplo a los combatientes irregulares balcánicos o los grupos irlandeses, etc), Gramsci deja abierto el problema e irresueltos sus interrogantes.

El guevarismo de Santucho y sus compañer@s de lucha parten de este problema central que atraviesa el núcleo político de la teoría revolucionaria. Al igual que Gramsci, comienzan por el desafío político que Engels les deja pendiente a los revolucionarios del siglo XX. De igual modo que el italiano, no se resignan a dar por sepultado el fin de las revoluciones, para abrazar alegremente el Parlamento. Pero, como Santucho forma parte del marxismo latinoamericano, y el terreno social en el que se mueve la corriente guevarista es el Tercer Mundo, se esfuerza por resolver la incógnita del viejo Engels desde un ángulo distinto al predominante en Europa Occidental.

Por eso Santucho y sus compañer@s fijan su atención en una serie de textos de Lenin, habitualmente desatendidos, soslayados, u “olvidados” por las distintas corrientes de la izquierda tradicional. El principal de todos es “La guerra de guerrillas”[5], un texto que el general vietnamita Giap y el comandante Ernesto Che Guevara conocían de memoria.

En estos textos “malditos”, Lenin afirma que: “La cuestión de las operaciones de guerrillas interesa vivamente a nuestro Partido y a la masa obrera. […] La lucha de guerrillas es una forma inevitable de lucha en un momento en que el movimiento de masas ha llegado ya realmente a la insurrección y en que se producen intervalos más o menos considerables entre «grandes batallas» de la guerra civil. […] Es completamente natural e inevitable que la insurrección tome las formas más elevadas y complejas de una guerra civil prolongada, abarcando a todo el país, es decir, de una lucha armada entre dos partes del pueblo”. Más adelante, agrega: “La socialdemocracia [Lenin utiliza en esos años –1906— el término “socialdemocracia” para referirse al partido revolucionario. Nota de N.K.] debe, en la época en que la lucha de clases se exacerba hasta el punto de convertirse en guerra civil, proponerse no solamente tomar parte en esta guerra civil [subrayado de Lenin], sino también desempeñar la función dirigente. La socialdemocracia debe educar y preparar a sus organizaciones de suerte que obren como una parte beligerante [subrayado de Lenin], no dejando pasar ninguna ocasión de asestar un golpe a las fuerzas del adversario”. En el mismo registro, sostiene que: “El marxista se coloca en el terreno de la lucha de clases y no en el de la paz social. En ciertas épocas de crisis económicas y políticas agudas, la lucha de clases, al desenvolverse, se transforma en guerra civil abierta, es decir en lucha armada entre dos partes del pueblo. En tales períodos, el marxista está obligado [subrayado de Lenin] a colocarse en el terreno de la guerra civil. Toda condenación moral de ésta es completamente inadmisible desde el punto de vista del marxismo. En una época de guerra civil, el ideal del Partido del proletariado es el Partido de combate [subrayado y mayúscula de Lenin]”.

Después de recorrer estos pasajes (que constituyen apenas una pequeña parte de su reflexión sobre este tema), a un lector desprejuiciado le surgen los siguientes interrogantes: ¿acaso será Lenin un ingenuo apologista del “foquismo”…? ¿Quizás un guevarista avant la lettre…?

Todos estos papeles y trabajos políticos de Lenin abundan en idénticas reflexiones. Son duros, contundentes, taxativos. No dan pie para la ambigüedad. No utilizan el marxismo como un recetario decorativo, sino como un instrumento de análisis para intervenir en la lucha de clases, desarrollar la confrontación de fuerzas entre las clases sociales hasta el nivel máximo, la guerra civil, y en ella, encaminar a los sectores populares hacia la victoria.

¿Qué conclusión extrajeron Santucho y sus compañer@s guevaristas de estos trabajos políticos de Lenin? Ellos destacaron que es el máximo dirigente bolchevique quien le encuentra resolución al problema abierto y planteado por el último Engels. En la lectura e interpretación de Santucho, la respuesta de Lenin saca al movimiento revolucionario del callejón sin salida donde lo había puesto la socialdemocracia. En su óptica, Lenin tiene la virtud de haber descubierto las vías para una nueva estrategia política. Ésta permitiría superar los obstáculos y dificultades, presentados a toda insurrección urbana rápida, por los avances de las nuevas tecnologías militares empleadas por las fuerzas represivas de la burguesía y sus nuevas reformas urbanísticas. Esa nueva estrategia política, descubierta por Lenin a partir de las enseñanzas de la insurrección de 1905, consiste en la lucha popular y la guerra civil prolongada, la lucha entre dos partes del pueblo, la construcción de un partido y un ejército revolucionarios, templados ambos en las grandes batallas y los pequeños encuentros.

“El marxismo y la cuestión del poder” resume su atenta y detallada lectura sobre estos materiales teóricos del máximo dirigente bolchevique, leído desde América Latina, del siguiente modo: “Lenin es el descubridor y el propulsor de la guerrilla urbana”.

A continuación, el documento base del IV Congreso hace un balance y un beneficio de inventario de los aportes de León Trotsky y Mao Tse Tung a la teoría revolucionaria.

Aunque le reprochan a Trotsky “la ausencia de una clara estrategia de poder” para los países atrasados, “agrarios, coloniales y semicoloniales”, destacan aquellos pasajes del Programa de transición donde Trotsky reclama y promueve “el armamento del proletariado”.

En cuanto a Mao, resaltan su concepción de la “lucha armada permanente dirigida por el partido, la guerra civil prolongada y guerra de guerrillas”.

De igual manera, evalúan que “tanto Mao como los vietnamitas distinguen cuidadosamente, como lo hiciera Lenin, lucha armada de insurrección general”.

En conjunto, Santucho y sus compañeros tratan de romper la dicotomía y el enfrentamiento habitual de trotskistas y maoístas. Por eso, advierten que “para nosotros, desde la muerte de Lenin y posterior consolidación del stalinismo, no hubo una sola corriente que mantuvo vivas las tradiciones y concepciones marxistas-leninistas, sino dos. No fue sólo Trotsky y el trotskismo quien conservó y desarrolló el marxismo revolucionario frente a la degeneración stalinista. […] Similar rol jugó Mao Tse Tung y el maoísmo”.

El balance concluye planteando, heréticamente, que: “Hoy [1968], la tarea teórica principal de los marxistas revolucionarios, es fusionar los aportes del trotskismo y el maoísmo en una unidad superior que significará un retorno pleno al leninismo”.

En la última parte de esta recorrida histórica por los clásicos, el documento del PRT se centra en el núcleo duro de su identidad política latinoamericana: el castrismo-guevarismo. En esta cuestión, Santucho aclara, presuroso, que “no hacemos distinción alguna entre castrismo y guevarismo, porque la distinción es falsa”.

Santucho intenta sintetizar la estrategia de la revolución cubana. Ésta no consistía en una visión empírica hecha sobre la marcha sino en una perspectiva de alcance mundial. Para Santucho, esa estrategia mundial está resumida en el “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental” del Che. Lo fundamental de dicha estrategia residiría en “la revolución socialista y antimperialista en los territorios dependientes”. Una perspectiva que, en aquellos años, emanaba de la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad, reunida en La Habanael castrismo otorga mayor importancia que el maoísmo a la lucha urbana”. A eso se agregaría —siempre desde su interpretación del castrismo— la necesidad de desarrollar una revolución continental a partir de revoluciones nacionales y regionales, mediante la estrategia de confrontación político-militar prolongada. Finalmente, destaca que allí donde no existan fuertes partidos revolucionarios habrá que crearlos como fuerzas militares desde el comienzo, ligando todo el tiempo la lucha política y la lucha político-militar. en 1967). Santucho aprovecha esta elucidación para recalcar que “

Después de haber comenzado con el punto de vista metodológico y de haber ido analizando las experiencias del pasado, desmenuzando el itinerario de la estrategia de poder en Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Mao, Ho Chi Minh, Fidel y el Che Guevara, Santucho y sus compañeros del PRT se abocan al debate específico sobre la estrategia de poder en la Argentina. Ésa era, centralmente, la finalidad de este largo recorrido: el análisis concreto de la realidad concreta.

Su estrategia política de poder caracteriza a nuestro país como una sociedad capitalista semicolonial y dependiente. A partir de este diagnóstico sociológico y económico, infiere que la revolución pendiente debe ser socialista y antimperialista, al mismo tiempo, entendiendo ambas como tareas y fases de un proceso permanente e ininterrumpido. El documento concluye analizando las bases sociales en los que se apoyaba la estrategia de guerra revolucionaria prolongada: primero civil, al estar determinada por el enfrentamiento entre dos partes del propio pueblo argentino, y luego nacional-antimperialista, ante la previsible invasión norteamericana.

Guevara y la transición al socialismo en clave política

Las reflexiones del guevarismo latinoamericano no se agotan en las vías, tácticas y estrategias de lucha por el poder. Guevara también aporta una meditada y detallada reflexión para después de la toma del poder, ya que la revolución entendida como proceso ininterrumpido, permanente, prolongado y a largo plazo no sólo no culmina con la toma del poder (como imaginan los posmodernos que acusan de “estatismo” a los leninistas de la corriente del Che) sino que se prolonga y se multiplica tras la toma del poder. La batalla por la nueva sociedad, la nueva cultura y la nueva subjetividad comienza durante la confrontación con el mundo burgués y sus instituciones pero no se agota ni se extingue en esa lucha, sino que prosigue —si es que la revolución no se congela y no se detiene— después de la toma del poder.

Son bastante conocidos los estudios del Che sobre los debates marxistas acerca de la transición al socialismo, el papel del valor, el mercado, el plan, la banca, el crédito, los estímulos, la gestión de las nuevas empresas, etc., etc.. Pueden consultarse tanto sus intervenciones en “el gran debate” con Charles Bettelheim, Ernest Mandel y Carlos Rafael Rodríguez durante 1963-1964, sus intervenciones periódicas en el Ministerio de Industrias así como también sus extensísimas anotaciones críticas al manual de economía política de la Academia de Ciencias de la URSS (véase Che Guevara y otros: El gran debate. La Habana,, Ocean Press, 2003; Apuntes críticos a la economía política. La Habana, Ocean Press, 2006 y El Che en la revolución cubana. La Habana, Ministerio del azúcar, 1966. Tomo VI.).

Muchas de esas facetas de su pensamiento hoy son conocidas, aunque durante demasiado tiempo no se le dieron la importancia que se merecían. Durante la década de los ’80, Fidel Castro volvió a apelar a ellas para cuestionar a los partidarios perestroikos del mercado como panacea universal de la transición. Por entonces, en un célebre discurso de homenaje, en el XX aniversario de la caída del Che, Fidel defendió públicamente el libro de Carlos Tablada Perez (véase la última edición de Carlos Tablada Perez: El pensamiento económico del Che. La Habana, Ruth casa editorial, 2006 [primera edición de 1987]. Nosotros hemos tenido la suerte de prologar las dos últimas ediciones de este excelente libro).

Ahora bien, más allá del debate específicamente “económico” sobre la transición al socialismo, ¿cuál es el aporte político de estos análisis del Che?

En primer lugar, creemos que el Che aporta una lectura de la marcha política al socialismo no etapista. En muchos de sus escritos, Guevara insiste en que se debe forzar la marcha dentro de lo que objetivamente es posible, pero quienes aspiran a crear un mundo nuevo nunca deben permanecer cruzados de brazos esperando que el funcionamiento automático de las leyes económicas —principalmente de la ley del valor— nos conduzca mágicamente al reino del comunismo.

En segundo lugar, Che Guevara otorga un lugar principal a la subjetividad y la batalla política por la cultura en la creación de hombres y mujeres nuevos. El socialismo no constituye, en su óptica, un problema de reparto económica (ni un problema de “cuchillo y tenedor”, según le manifestó alguna vez Rosa Luxemburg en una carta a Franz Mehring). El comunismo debe ser, no sólo la socialización de los medios de producción sino también la creación de una nueva cultura y una nueva moral que regule la convivencia entre las personas.

En tercer lugar, el tránsito al socialismo debe privilegiar la planificación socialista y los estímulos morales, como métodos principales dirigidos a debilitar y finalmente aniquilar la ley del valor y los intereses materiales individuales. La planificación constituye un instrumento político de regulación económica. Ninguna revolución radical que se precie de tal puede abandonar al libre juego de la oferta y la demanda el equilibrio entre la oferta global de bienes y servicios y la demanda global. Los equilibrios globales entre las distintas ramas de la producción y el consumo deben respetarse pero violentando la perversa ley del valor, interviniendo políticamente desde el poder revolucionario sobre el pretendido funcionamiento “automático” del mercado.

Políticamente todo este programa de intervención en el transcurso de la transición al socialismo se asienta en el poder fuerte de la clase trabajadora —lo que en los libros clásicos del marxismo solía denominarse como “dictadura del proletariado”—, es decir, en el poder democrático de la mayoría social de las clases subalternas por sobre la minoría elitista y explotadora.

Poder superar la fase de “capitalismo de estado” e iniciar propiamente la transición al socialismo presupone, necesariamente, romper los límites de la legalidad burguesa y todo el armazón institucional que garantiza la reproducción del capitalismo, día a día, mes a mes, año a año.

Sin este poder fuerte, sin este poder democrático y absoluto de la mayoría popular sobre la minoría explotadora es completamente inviable cualquier cambio social radical que vaya más allá de experiencias populistas y de experimentos de “capitalismo de estado”, por más progresistas o redistribucionistas que éstos sean frente al neoliberalismo salvaje. La historia profunda de América Latina está plagada de ejemplos que lo corroboran (desde la Guatemala de Árbenz hasta el Chile de Pinochet, pasando por innumerables experiencias progresistas análogas finalmente frustradas y reprimidas a sangre, tortura y fuego). Esa es la gran conclusión política que extrae el guevarismo de la historia de nuestra América. Conclusión que hoy puede servirnos para los debates sobre el socialismo del siglo XXI en Venezuela y quizás en futuras revoluciones latinoamericanas....

Razón de estado o revolución continental

Si existe un punto en común en los diversos aportes al pensamiento revolucionario realizado por el guevarismo latinoamericano (Che Guevara, Miguel Enríquez, Robi Santucho, Roque Dalton, etc.), éste consiste en el énfasis otorgado a la revolución continental por sobre cualquier apelación, supuestamente pragmática o realista, a la “razón de estado”. No pueden confundirse los compromisos coyunturales, diplomáticos o comerciales de un estado particular con las necesidades políticas del movimiento popular latinoamericano en su conjunto.

Los revolucionarios de cada país pueden muy bien solidarizarse activamente con otros Estados —donde los trabajadores hayan triunfado o tengan políticas progresistas— sin tener que seguir al pie de la letra sus agendas ni subordinar la dinámica que asume la lucha de clases interna y la batalla antiimperialista en la propia sociedad a los intereses circunstanciales o a las necesidades inmediatas que puedan tener esos Estados.

Este punto en común resulta sumamente pertinente para pensar los desafíos actuales de los movimientos sociales y de todo el campo popular latinoamericano, profundamente solidario con Cuba y con Venezuela y al mismo tiempo impulsor de la resistencia antiimperialista y anticapitalista a nivel continental. La mejor ayuda para la revolución cubana no consiste en subordinar la lucha en cada país a los “contactos” diplomáticos de los estados amigos sino en impulsar y promover nuevas revoluciones en América Latina.

Esta elucidación resulta impostergable hoy en día, cuando más de uno pretende encubrir su completa subordinación política a diversos gobiernos burgueses seudo progresistas y proyectos económicos dependientes, apenas reciclados, apelando —para legitimarse— al nombre de Cuba o, más recientemente, al de Venezuela. La mejor manera de defender a Cuba y su hermosa revolución del imperialismo es luchando contra el imperialismo y por la revolución en cada país y en todo el mundo.

Preguntas abiertas, respuestas posibles

¿Cómo pensar en América Latina los cambios radicales más allá de la institucionalidad sin abandonar, al mismo tiempo, la necesidad de construir la hegemonía socialista que nos agrupe a todos y todas?

¿Cómo hacer política sin caer en las tramposas redes de la institucionalidad y el progresismo, pero sin terminar recluidos en la marginalidad política?

¿Cómo volver a colocar en el centro de las discusiones, los proyectos y las estrategias revolucionarias latinoamericanas del siglo XXI el problema del poder, abandonado, eludido o incluso negado durante un cuarto de siglo de hegemonía neoliberal o posmoderna?

Para resolver estas preguntas no sólo debemos inspirarnos en la historia. En la actual fase de la correlación de clases —signada por la acumulación de fuerzas— necesitamos generalizar la formación política de la militancia de base. No sólo de los cuadros dirigentes sino de toda la militancia popular. Se torna imperioso combatir el clientelismo y la práctica de los “punteros” (negociantes de la política mediante las prebendas del poder), solidificando y sedimentando una fuerte cultura política en la base militante, que apunte a la hegemonía socialista sobre todo el movimiento popular. No habrá transformación social radical al margen del movimiento de masas.

Nos parecen ilusorias y fantasmagóricas las ensoñaciones posmodernas y posestructuralistas que nos invitan irresponsablemente a “cambiar el mundo sin tomar el poder”. No se pueden lograr cambios de fondo sin confrontar con las instituciones centrales del aparato de Estado. Debemos apuntar a conformar, estratégicamente y a largo plazo —estamos pensando en términos de varios años y no de dos meses— organizaciones guevaristas de combate.

¿Por qué organizaciones? Porque el culto ciego a la espontaneidad de las masas constituye un espejismo muy simpático pero ineficaz. Todo el movimiento popular que en Argentina sucedió a la explosión del 19 y 20 de diciembre de 2001 diluyó su energía y terminó siendo fagocitado por la ausencia de organización y de continuidad en el tiempo (organización popular no equivale a sumatoria de sellos partidarios que tienen como meta máxima la participación en cada contienda electoral).

¿Por qué guevaristas? Porque en nuestra historia latinoamericana el guevarismo constituye la expresión del pensamiento político más radical de Marx y Lenin y de todo el acervo revolucionario mundial, descifrado a partir de nuestra propia realidad y nuestros propios pueblos. El guevarismo se apropia de lo mejor que produjeron los bolcheviques, los chinos, los vietnamitas, las luchas anticolonialistas del África, la juventud estudiantil y trabajadora europea, el movimiento negro norteamericano y todas las rebeldías palpitadas en varios continentes. El guevarismo no es calco ni es copia, constituye una apropiación de la propia historia del marxismo latinoamericano, cuyo fundador es, sin ninguna duda, José Carlos Mariátegui. Guevara no es una remera. Su búsqueda política, teórica, filosófica constituye una permanente invitación a repensar el marxismo radical desde América Latina y el Tercer Mundo. No se lo puede reducir a tres consignas y dos frases hechas. Aun tenemos pendiente un estudio colectivo serio y una apropiación crítica del pensamiento marxista del Che entre nuestra militancia[6].

¿Por qué de combate? Porque tarde o temprano nos toparemos con la fuerza bestial del aparato de Estado y su ejercicio permanente de fuerza material. Así nos lo enseña toda nuestra historia. Insistimos: ¡hay que tomarse en serio la historia! Ninguna clase dominante se suicida. Pretender eludir esa confrontación puede resultar muy simpático para ganar una beca o seducir al público lector en un gran monopolio de la (in)comunicación. Pero la historia de nuestra América nos demuestra, con una carga de dramatismo tremenda, que no habrá revoluciones de verdad sin el combate antiimperialista y anticapitalista. Debemos prepararnos a largo plazo para esa confrontación. No es una tarea de dos días sino de varios años. Debemos dar la batalla ideológica para legitimar en el seno de nuestro pueblo la violencia plebeya, popular, obrera y anticapitalista; la justa violencia de abajo frente a la injusta violencia de arriba.

Pero al identificar el combate como un camino estratégico debemos aprender de los errores del pasado, eludiendo la tentación militarista. Las nuevas organizaciones guevaristas deberán estar estrechamente vinculadas a los movimientos sociales. No se puede hablar “desde afuera” al movimiento de masas. Las organizaciones que encabecen la lucha y marquen un camino estratégico, más allá del día a día, deberán ser al mismo tiempo “causa y efecto” de los movimientos de masas. No sólo hablar y enseñar sino también escuchar y aprender. ¡Y escuchar atentamente y con el oído bien abierto! La verdad de la revolución socialista no es propiedad de ningún sello, se construirá en el diálogo colectivo entre las organizaciones radicales y los movimientos sociales. Las vanguardias —perdón por utilizar este término tan desprestigiado en los centros académicos del sistema— que deberemos construir serán vanguardias de masas, no de elite.

Si durante la lucha ideológica de los ’90 —en los tiempos del auge neoliberal— nos vimos obligados a batallar en la defensa de Marx, remando contra la corriente hegemónica, en la década que se abre en el 2000, Marx solo ya no alcanza. Ahora debemos ir por más, dar un paso más e instalar en la agenda de nuestra juventud a Lenin y al Che (y a todas y todos sus continuadores). Reinstalar al Che entre nuestra militancia implica recuperar la mística revolucionaria de lucha extrainstitucional que nutrió a la generación latinoamericana de los ’60 y los ’70.

Tenemos pendiente pensar y ejercer la política más allá de las instituciones, sin ceder al falso “horizontalismo” —cuyos partidarios gritan “¡que no dirija nadie!” porque en realidad quieren dirigir ellos— ni quedar entrampados en el reformismo y el chantaje institucional. En América Latina, la gran tarea política de las ciencias sociales actuales consiste en cuestionar la dominación aggiornada del capital y en legitimar, al mismo tiempo, la respuesta popular frente a esa dominación, cada día más dura y cruel. Esto es, frente a la creciente violencia de arriba, fundamentar la legitimidad de la violencia de abajo, popular, plebeya, obrera, campesina, anticapitalista y antiimperialista.

Nada mejor entonces que combinar el espíritu de ofensiva de Guevara con la inteligencia y lucidez de Gramsci para comprender y enfrentar el gatopardismo. Saber salir de la política de secta, asumir la ofensiva ideológica y al mismo tiempo ser lo suficientemente lúcidos como para enfrentar el transformismo político de las clases dominantes que enarbolan banderas “progresistas” para dominarnos mejor.

Como San Martín, Artigas, Bolívar, Sucre, Manuel Rodríguez, Juana Azurduy y José Martí, como Guevara, Fidel, Santucho, Sendic, Miguel Enríquez, Inti Peredo, Carlos Fonseca, Haydeé Santamaría y Marighella, debemos unir nuestros esfuerzos y voluntades colectivas a largo plazo en una perspectiva internacionalista y continental. En la época de la globalización imperialista no es viable ni posible ni realista ni deseable un “capitalismo nacional”.

No podemos seguir permitiendo que la militancia abnegada —presente en diversas experiencias reformistas del cono sur— se transforme en “base de maniobra” o elemento de presión y negociación para el aggiornamiento de las burguesías latinoamericanas. Los sueños, las esperanzas, los sufrimientos, los sacrificios y toda la energía rebelde de nuestros pueblos latinoamericanos no pueden seguir siendo expropiados. Nos merecemos mucho más que un miserable “capitalismo con rostro humano” y una mugrienta modernización de la dominación. El guevarismo latinoamericano tiene mucho que aportar en esa dirección y en esos debates.

Notas


[1] En este trabajo intentamos sintetizar y conjugar en una visión de conjunto sobre la concepción de la revolución en el Che Guevara y en el guevarismo hipótesis, sugerencias, análisis y conclusiones presentes en otros artículos, ensayos y libros donde, en forma dispersa, hemos intentado ir recuperando el aporte específicamente político de distintos guevaristas (Robi Santucho, Miguel Enríquez, Roque Dalton, etc.). De alguna manera este texto intenta hilar y enhebrar esos abordajes parciales dentro de un conjunto mayor, para tratar de mostrar que existe una concepción general integrada por todos ellos (de la cual nosotros, varias décadas después, aspiramos a formar parte, retomándola y recreándola, de acuerdo a nuestra época).

[2] Es bien conocido el análisis del historiador británico Perry Anderson (a quien nadie puede acusar de provincianismo intelectual o de chauvinismo latinoamericanista), quien sostiene que el primer experimento neoliberal a nivel mundial ha sido, precisamente, el de Chile. Incluso varios años antes que los de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. No por periféricas ni dependientes las burguesías latinoamericanas han quedado en un segundo plano en la escena de la dominación social. Incluso en algunos momentos se han adelantado a sus socias mayores, y han inaugurado —con el puño sangriento de Pinochet en lo político y de la mano para nada “invisible” de Milton Friedman en lo económico—, un nuevo modelo de acumulación de capital de alcance mundial: el neoliberalismo.

[3] Recordemos que para Marx la república burguesa parlamentaria —que él nunca homologaba con “democracia”— constituía la forma más eficaz de dominación política. Marx la consideraba superior a las dictaduras militares o a la monarquía porque en la república parlamentaria la dominación se vuelve anónima, impersonal y termina licuando los intereses segmentarios de los diversos grupos y fracciones del capital, instaurando un promedio de la dominación general de la clase capitalista, mientras que en la dictadura y en la monarquía es siempre un sector burgués particular el que detenta el mando, volviendo más frágil, visible y vulnerable el ejercicio del poder político.

[4] Como coherente partidario de la unidad con los militares latinoamericanos, Dieterich no se ahorra la oportunidad de marcar sus enormes distancias con el marxismo del Che Guevara, a quien se refiere críticamente del siguiente modo: “Para transformar la sociedad hay tres caminos posibles: a) manipular genéticamente al ser humano, b) tratar de crear al “hombre nuevo” y c) cambiar las instituciones que guían su actuación [...] La opción b) ha sido aplicada por todas las religiones del mundo, seculares y metafísicas, con resultados desastrosos (véase Heinz Dieterich: Bases del nuevo socialismo. Buenos Aires, Editorial 21, 2001. p. 74).

[5] “La guerra de guerrillas” fue escrito por Lenin después de la insurrección rusa de 1905. Fue publicado por primera vez en Proletari N°5, el 13/X/1906. En Argentina, este texto curiosamente “olvidado” por los apresurados impugnadores del supuesto “foquismo”, vio la luz –es probable que por primera vez— en 1945. Véase la antología La lucha de guerrillas a la luz de los clásicos del marxismo-leninismo. Bs.As., Lautaro, septiembre de 1945. pp.71-86. Esta edición del Partido Comunista argentino, seguramente respondía a la euforia que vivió esta corriente ante la victoria soviética (guerrillas incluidas…) sobre los nazis. Sin embargo, a pesar de haberlo publicado, nunca se tomó como eje de lo que se consideraba oficialmente como sinónimo de “leninismo”. Más tarde, esta misma corriente traduce del ruso y publica las Obras Completas de Lenin. Con el tomo N°11 de estas últimas (volumen que incluye los textos sobre la guerra de guerrillas, posteriormente analizados por Santucho) sucede algo singular. Con esos materiales, los editores del comunismo argentino toman la decisión de publicar, al mismo tiempo, dos libros distintos. Por un lado, publican el mencionado tomo N°11, como parte de las Obras Completas, con el mismo formato y la misma tapa (fondo naranja, con la fotografía de Lenin en gris) que el resto de la colección. Por otro lado editan, al mismo tiempo, en un volumen separado: Lenin: Las enseñanzas de la insurrección y la guerra de guerrillas. Bs.As., Ediciones Estudio, 1960 [Se trata de la reproducción exacta del tomo N°11 de las Obras Completas, impreso el mismo día y en la misma imprenta, pero editado al mismo tiempo con otro título y otro sello editorial]. Exceptuando algunos pocos trabajos económicos suyos sobre el imperialismo, esta operación editorial no se volvió a repetir nunca en Argentina con ningún otro escrito de Lenin.

[6] Apuntando en esa dirección y hacia esa tradición política, hemos querido contribuir con un pequeñísimo granito de arena a través de nuestro Ernesto Che Guevara: El sujeto y el poder y con diversas experiencias de formación política en varias cátedras Che Guevara, dentro y fuera de la universidad, tanto en movimientos de derechos humanos, en el movimiento estudiantil como en escuelas del movimiento piquetero. Pueden consultarse algunos de esos trabajos en la página web de la «Cátedra Che Guevara – Colectivo Amauta»: amauta.lahaine.org

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