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6 de noviembre de 2006

Yasmín: Lo macabro del erotismo inmutable

Para Fran y Odwen, adoradores de Lestat

“He atravesado océanos de tiempo para encontrarte.”
Francis Ford Coppola

“¿No comprendes que cada uno de nosotros
lo abandonaría todo por tener vida humana?”
Anne Rice

Como la mayoría de las cosas importantes para Occidente –Cristianismo, Matemáticas, Petróleo, Budismo, Motos Yamaha, entre otras– los primeros vampiros literarios llegaron desde el Oriente. Aunque los no-muertos viven en la tradición oral de diversos pueblos del orbe desde que se tiene memoria, corresponde a la literatura oriental la primicia, con las bellas y crueles vampiresas de Las mil y una noches, y la colección Cuentos del Vampiro, de la India. No interesa en este trabajo tanto el origen de la mitología y literatura vampíricas como el análisis de algunos caracteres recurrentes entre estos personajes en los siglos XIX y XX. Amparados por tal objetivo saltamos en el tiempo y llegamos a 1816.

En la villa de verano que alquiló el poeta Byron durante ese año, cerca de la ciudad de Ginebra, se reunieron el escritor Percy B. Shelley, su esposa Mary, Polidori, médico de Byron, y algunas personas más. Dice una fuente tan poco digna de confianza como la Enciclopedia Británica de 1956 que:

“Se propuso –¿propuso Byron, propuso Shelley?– que varios de los invitados escribieran una novela o relato acerca de lo sobrenatural. El resultado de este proyecto fue que la señora Shelley escribió Frankenstein, Byron el inicio de una narración sobre un vampiro –¿conviene decir aquí que tal acusación pendió sobre el poeta?– y Polidori un cuento llamado “El Vampiro”, cuya autoría fue atribuida frecuentemente al mismo Byron en años pasados.” (Volumen XX, p. 483).

La apuesta de aquella noche –dicen que llovía– cambió la historia de la literatura fantástica, de horror y de ciencia ficción, huelga decirlo. En el relato de aquel médico, como más tarde en la historia de seducción “Carmilla” y en la novela Drácula, se asientan las bases del arquetipo vampírico literario de los siguientes ciento cincuenta años. Como buen europeo de principios del XIX, para Polidori el entorno de la civilización se limitaba a Europa Occidental, y solo el Mal podía venir del Oriente, de lo Desconocido. A lo largo del siglo la idea del vampiro como condenado errabundo que viene a sembrar el mal entre la gente honesta, civilizada –y rica– de Europa, se fortalece, codificando en el no-muerto el miedo a la Cultura Otra.

Mina Harker dirá: “era todo tan salvaje, misterioso y extraño”, y Van Helsing, el sabio, no duda en llamar al Conde Drácula desde “bárbaro” hasta “cerebro infantil”. Es por esta capacidad de síntesis para el odio que la novela epistolar Drácula completa la imagen del instrumento del Mal al cifrarlo en un arruinado aristócrata de Moldavia que ataca a una honesta burguesa británica “Tan veraz, tan dulce, tan noble, tan desinteresada” que todos los personajes masculinos se enamoran de ella, incluso el Conde.

Así, Drácula puede leerse con perspectiva marxista, y reconocer el enfrentamiento entre clases sociales por el Poder; puede leerse con perspectiva romántica, y reconocer la soterrada historia de un amor cuyas fuerzas superan al tiempo y la muerte –y gracias al Señor de los Ejércitos por permitir que Coppola y su equipo filmaran ese ángulo de la historia–; o puede leerse con perspectiva erótica, y reconoceremos al oscuro objeto de la pasión en lucha frente a las convenciones sociales.

Acaso sea por ello que Stoker no puede evitar que su personaje Mina pierda la compostura al referirnos su primera visión del Conde:

“Su cara no era una buena cara; era dura y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos, que se miraban más blancos por el encendido rojo de sus labios, estaban afilados como los de un animal.”

¿Qué clase de palabras son “sensual”, “encendido rojo” y “animal” en el Diario de una dama victoriana “cuyas verdades pueden ser buenas lecciones para los hombres del mañana”? Vaya percepción tan carnal, contradictoria en una mujer admirada por hombres tan remilgados que, incluso, dudan en forzar la puerta de la habitación donde Drácula le chupa la sangre porque ¡no es correcto irrumpir en el cuarto de una dama! Por suerte tales “contratiempos dramáticos” son salvados por el equipo cinematográfico de 1992, versión en que Mina llega a dudar de su carácter: “Tal vez en realidad soy mala y no merezco a Jonathan”, piensa en camino a su apresurada boda en Bucarest, mientras trata de olvidar el romance con su amado Conde, un hombre que la conmueve más de lo conveniente. Pero todo esto es la obra de hombres y mujeres del siglo XX.

En el libro, Mina y su amiga Lucy son dos mujeres solas, sin defensas ante el Mal: las tentaciones de la sensualidad vampiresca. Mina sobrevive porque la llamada de su Deber Ser Social como “Esposa fiel” –eso le desea Drácula a Harker en el filme, ¡qué viejo tan cínico!– y su voluntad de mantenerse en el contingente de “mujeres buenas para hacer la vida feliz” se impone a su paulatino carácter vampírico.

No es más que una interpretación posible, que, por cierto, deja al descubierto un esqueleto moralista de lo más pobre en el libro, pero también confirma, paradójicamente, la capacidad seductora de Drácula. Él vence sobre Lucy, sola y escasamente protegida. Fracasa ante Mina, escoltada por cinco hombres cuyos roles caracterizan valores sociales que, tanto los personajes como el autor, consideran de suma importancia: Jonathan Harker es la Familia; Van Helsing es la Religión; Lord Arthur Holmwood refleja la Tradición; el doctor John Seward la Ciencia; y Quincey P. Morris el Colonialismo Anglosajón.

Durante muchos años los vampiros estarán asociados con ajos, cruces, agua bendita, estacas en el pecho, niebla, murciélagos y otros oscuros animales. En general, los tópicos que Stoker sistematiza marcarán libros posteriores, y una larga serie de filmes de fantasía y horror en ambos lados del océano durante la mayor parte del siglo XX. No es hasta mediados de los años ochenta que surge otro universo vampírico, totalmente divorciado en historia y usos de Drácula, su hija y compañía. A partir de Entrevista con el Vampiro los bebedores de sangre pierden de vista sus orígenes, se despiden de la divinidad y desembozan la androginia.

"Sí, hermano mío, –comenta en el tercer volumen un anciano de varios miles de años– perdona mi burla. Yo también las quiero; la bondad, la gloria. Pero probablemente no hay destino ni redención. Sólo hay lo que contemplo ante mí desde este antiguo y embrutecido paisaje: sólo nacimiento y muerte, y horrores que nos aguardan a todos."

Anne Rice es la responsable. Ella nos habla de criaturas surgidas en la época de la escritura cuneiforme que comparten nuestro tecnologizado ambiente contemporáneo y, con sus fabulaciones, se distancia de los ideales del Bien y el Mal que movilizaron a los “herederos” de Drácula. Ahora los vampiros se muestran tan desamparados y carentes de paradigmas como los hombres a quienes depredan; y hacen suyos, incluso, los rituales iconográficos de la cultura de masas:

“En París, iba a ver películas de «vampiros», y se rompía la cabeza intentando discernir lo que era verdad de lo que era falso. Todo aquello le resultaba familiar, aunque gran parte eran tonterías. El Vampiro Lestat había tomado su vestimenta de aquellas películas en blanco y negro. La mayoría de las «criaturas de la noche» vestían el mismo atuendo: la capa negra, la camisa blanca almidonada, el elegante esmoquin, los pantalones negros.
Cosas sin sentido, por supuesto, pero que le proporcionaban cierto consuelo. Al fin y al cabo, todos eran bebedores de sangre, seres que hablaban amablemente, que amaban la poesía, pero que sin cesar mataban a mortales”.

A cambio de eliminar la encarnación del Mal Moral en sus creaciones, la Rice les dota de una sensualidad sin límites que seduce a sus interlocutores humanos. He aquí lo que Daniel Molloy –el que hace las preguntas en Entrevista…– siente por Armand tras ocho años:

"Sin embargo, lo amaba. Amaba su piel fina y blanca, sus grandes ojos pardos oscuros. Lo amaba no porque se pareciera a un joven afable y pensativo, sino porque era horroroso, atroz, aborrecible, y bello al mismo tiempo. Lo amaba del mismo modo en que la gente ama lo perverso, por el escalofrío que causa en la médula de sus almas."

No significa todo ello que estos vampiros no sean trágicos. Lo son, pero por la razón inversa a los Condenados de Dios. Así como el ansia de poder y maldad guían las acciones del Conde, la falta de un superobjetivo real impide a los hijos de Akascha ser felices.

“¿Te das cuenta, Louis, de cuan pocos vampiros tienen verdadero vigor para la inmortalidad?” comenta Armand. Y es que la verdadera inmortalidad es una carga pesada, Marius le advierte a Lestat: “Pero cuando te haya dado todo lo que tengo para darte, seguirás estando exactamente como antes: seguirás siendo un ser inmortal que deberá hallar sus propias razones para existir.” El sentido trágico del Castigo Divino es solo sustituido por el sentido trágico de la pérdida de asideros. Es por ello que tanto Louis como Lestat revelan sus identidades, en desesperados intentos de reincorporarse al cuerpo social por medio de la publicidad: cuando Lestat salta a las pantallas y altavoces con su disco de rock –me refiero a los libros Lestat el Vampiro y La Reina de los Condenados–, está implorando reconocimiento, un sentido a sus doscientos años de pasión, “El Vampiro Lestat quería ser un héroe. Cuando cantaba, decía: ¡Concededme un significado! Soy el símbolo del mal; y si soy un símbolo auténtico, entonces sirvo al bien.”. Pero todo ello no son más que operaciones inútiles porque, para la Rice “Todo esto es un accidente, un error sin sentido” y, para completar su desmontaje, explica desde una perspectiva histórica la vinculación de los Bebedores de Sangre, en sus textos y nuestra realidad muy anteriores a Nuestra Era, con la religión cristiana:

“Cuando el Imperio Romano llegó a su fin, todos los viejos dioses del mundo pagano fueron considerados demonios por el Cristianismo dominante. Con el paso de los siglos, fue inútil decirles que su Cristo no era más que otro Dios de los Bosques, que moría y resucitaba igual que habían hecho Dioniso y Osiris antes que él, y que la Virgen María era, en realidad, una advocación más de la Buena Madre. La suya era una nueva era de fe y convicción y en ella nos convertimos en demonios, fuimos apartados de sus creencias igual que el antiguo conocimiento fue olvidado o mal interpretado.

Pero así había de suceder. Los sacrificios humanos habían horrorizado a los griegos y romanos. Yo mismo, como te he contado, había considerado espantoso que los celtas quemaran sus malhechores al dios en los colosos de madera. Lo mismo pensaron los cristianos. Entonces, ¿cómo podíamos ser considerados “buenos” nosotros, dioses que nos alimentábamos de sangre humana?

Pero la auténtica corrupción de nuestra naturaleza llegó cuando los Hijos de las Tinieblas se convencieron de que, efectivamente, servían a ese demonio cristiano y, al igual que los dioses terribles de Oriente, trataron de dar valor al mal, de creer en su poder en el desarrollo de las cosas, y quisieron concederle un lugar adecuado en el mundo.”

Vaya cambio de perspectiva, de pronto Drácula es la insignia de un desesperado intento por incorporar existencias eternas y depredadoras al Plan Universal.

Sin embargo, bajo las plumas de Polidori, Stoker o Rice, los vampiros conservan su capacidad de seducción. Ya sea por medio del engaño o el simple hechizo de los ojos, los mortales pierden la voluntad ante ellos. No se trata del simple poder mental que ejercen por igual Drácula y Marius, sino de los tormentosos sueños de la joven Lucy, de la fascinación que producen las hermanas vampiras en Jonathan Harker y el profesor Van Helsing, de la oscilante relación entre Daniel y Armand, de la hermosa noche de luna entre Mael y Jesse.

Podemos aventurar dos razones básicas para esta lujuria: la sensualidad asociada a la carne inmortal y la intuitiva atracción por lo prohibido que experimentan los hombres. Es llamativo cómo los testigos coinciden en atribuir las más contradictorias descripciones, llenas de una repulsión comprensible, donde se desborda la seducción. Veamos la descripción de Lucy Westenra, joven no-muerta:

“Su dulzura se había convertido en una crueldad terrible e inhumana, y su pureza en una perversidad voluptuosa. (…) Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz... (…) El cadáver parecía Lucy vista en medio de una pesadilla, con sus colmillos afilados y la boca voluptuosa manchada de sangre, que lo hacía a uno estremecerse a su sola vista. Tenía un aspecto carnal y vulgar, que parecía una caricatura diabólica de la dulce pereza de Lucy.”

Pero hay también referencias a un estilo, a una elegancia, un aire mundano que se atribuye a los inmortales. Jesse reconoce en Lestat una “lenta y ágil elegancia de sus movimientos, como si fueran más espíritu que carne”, y esa constante del movimiento sobrenatural, que imita al humano, es una de las tantas imitaciones sistemáticas de los no-muertos. Lucy adquiere, con el carácter asesino, “una voz suave y voluptuosa, tal como yo [John Seward] nunca la había escuchado en sus labios”. Lo mismo ocurre con sus cuerpos, detenidos para que Daniel pueda llamar a Armand “¡el reluciente maniquí de un jovencito!”. Todas estas imitaciones superpuestas de la realidad son susceptibles de ser leídas como una noble delicadeza que refuerza el encanto de seres bellos y peligrosos.

Sí. La intuición del peligro es algo que también perciben pronto los mortales, pero que acentúa su fascinación. Jonathan, casi desde el primer momento, se refiere a “ese vago sentimiento de inquietud que siempre tengo cuando el Conde está cerca”. Es precisamente la intuición del peligro, la posibilidad de ver el Mal encarnado en un cuerpo, ya sea el beneficiado con un Pacto Demoníaco o un sencillo depredador que rompe con toda convención social al no tener época, patria o vida a la cual guardar lealtades, lo que prefija al vencedor en este juego de seducción, juego asociado con la oculta o manifiesta inquietud de los mortales por la eternidad. Es así como Jesse decide jugarse la vida por ver y tocar Lestat:

“David, la verdad. Dime la verdad. ¿Has creído alguna vez en ellos? ¿O siempre ha sido una cuestión de objetos de artesanía, archivos y pinturas de sótanos, cosas que se pueden ver y tocar? Ya sabes a lo que me refiero, David. Piensa en el sacerdote católico, cuando pronuncia las palabras de la consagración, en la misa. ¿Cree realmente que Cristo está en el altar? ¿O simplemente es una situación de cálices, de vino consagrado y de un coro cantando?”

Es así como lo fundamental permanece incólume: la inmortalidad no es ninguna bendición. “Sé vivo, Daniel —afirma Armand—. Deja que, desde lo más profundo de mi corazón, te diga que la vida es mucho mejor que la muerte”, y la carta fundamental de los Bebedores de Sangre para ser aceptados es la capacidad atrayente de la belleza muerta. Es que con o sin Dios, el peligro es sensual. Permítanme terminar esta reflexión parafraseando a la Rice, haciendo mío su amor por los vampiros:

“Pero los hombres les aman cuando llegan a conocerlos. Los amamos incluso hoy. A los parisinos les encantaría ver un escenario como el Teatro de los Vampiros. Y los que han visto tu figura caminando por las salas de cine del mundo, Lestat, el pálido y mortal señor de la capa de terciopelo, te han adorado a su manera”.

Publicado por primera vez en el Guiacán Literario, sitio de literatura fantástica en Cuba (http://www.cubaliteraria.com/guaican/cronicas/macabro.html), en el 2004.

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