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19 de mayo de 2008

Mayo del 68, una pop-revolución


Ignacio Ramonet

En aquel reguero de protestas que marcaron el año 1968 hay algo de enigma histórico. Ya había ocurrido en 1848. Por distintas causas, en varios países de Europa estallaron entonces una serie de revoluciones sin relación aparente entre sí. Pero Carlos Marx demostró que tan dispares motines se ajustaban a un esquema común, y lo calificó de “primavera de los pueblos”.

¿Qué poseen en común las revueltas del 68? ¿Por qué, al mismo tiempo, se producen en sitios tan alejados como California, Tokyo, Inglaterra, Alemania, Polonia, Italia, Uruguay, París, España, Praga y México? ¿Por qué, como símbolo de una protesta universal, sólo ha quedado el “mayo francés”?

Con la lucidez que otorgan los cuatro decenios transcurridos, se puede afirmar que en aquel año 1968 entra en escena una categoría social hasta entonces desprovista de estatuto político: la juventud. Igual que en la segunda mitad del siglo XIX se inventó la infancia, y que en el periodo 1880-1920 se concibió la adolescencia, en los años 1960 se creó lo que llamamos juventud. O sea, una categoría social de contorno impreciso cuyos miembros tienen una edad correspondiente al periodo que va del fin de la adolescencia hasta la entrada en la vida activa. Y que coincide, en nuestros países, con los años de estudios superiores.

Los estudiantes eran antes unos señoritos. Existían como coartada (para la reproducción de la clase dominante) pero no como verdadera categoría social capaz de influir en la política. Eso cambia después de la Segunda Guerra Mundial. Se produce una masificación de la enseñanza superior. Y tremendos atascos a la entrada de las escasas universidades existentes. Surgen entonces dos causas comunes de malestar.

La primera tiene que ver con el estatuto del estudiante y la degradación de sus condiciones materiales de estudios. La segunda corresponde a su inscripción social y a la toma de conciencia de que lo que se le enseña sirve para reproducir el sistema de alienación y de dominación de clase que oprime a sus propios padres. Esa doble constatación –profesional y política– es la yesca que, una vez encendida, hará estallar la furia del estudiantado.

Hay que recordar que, gracias a la generalización del cine en color, del transistor y del tocadiscos, la cultura de masas vive entonces su gran esplendor. Y lleva ya más de un decenio difundiendo la figura del “joven rebelde”. Desde películas de gran éxito como Salvaje, con Marlon Brando, o Rebelde sin causa, con James Dean. Hasta canciones-protesta de Joan Baez o Bob Dylan (en España, Raimon) y de cantantes míticos como Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones o Jimi Hendrix.

La gran crisis internacional de aquella época es la guerra de Vietnam. En 1968, Estados Unidos lleva ya seis años en ese lodazal donde más de medio millón de sus jóvenes soldados combaten, con unas pérdidas que sobrepasan los quinientos muertos por mes. Un conflicto muy impopular. Sobre todo en los campus universitarios donde, desde 1964, los estudiantes de izquierda vienen organizando monumentales manifestaciones con un inusitado eco internacional.

En América Latina, Ernesto Che Guevara, en plena lucha internacionalista en tierras bolivianas, en su “Mensaje a la Tricontinental” de abril de 1967 (antes de ser asesinado en octubre de ese mismo año), lanza su célebre consigna : “Crear dos, tres… muchos Vietnam”. Y las protestas de los estudiantes latinoamericanos se generalizan contra el imperialismo estadounidense. Aquí el compromiso es directamente político. Y muchos estudiantes, en Argentina, en Venezuela, en Uruguay, optan por la lucha armada y sus riesgos. Violeta Parra les canta : “Me gustan los estudiantes / porque son la levadura / del pan que saldrá del horno / con toda su sabrosura, / para la boca del pobre / que come con amargura. / Caramba y zamba la cosa / ¡viva la literatura!”.

En cambio en Francia, la revuelta de los estudiantes en mayo del 68 no es tanto una rebelión política sino, sobre todo, una revolución cultural. Presenta apariencias políticas: jerga revolucionaria, consignas subversivas, barricadas, enfrentamientos con la policía, exhibición de iconos insurrectos (Lenin, Mao, Ho Chi Minh, Che Guevara). Pero en ningún momento los estudiantes se proponen seriamente la toma del poder, modo principal de llevar a cabo una revolución política, de modificar las estructuras de la propiedad y de cambiar la relaciones de dominación. El sibaritismo prevalece como lo muestra el eslogan: “La revolución cesa a partir del momento en que hay que sacrificarse por ella”.

Impregnados de marxismo, y más aún de freudismo, de surrealismo, de situacionismo y de espíritu libertario, nutridos de publicidad y adictos a la cultura de masas, los jóvenes insurgentes franceses elaboran en caliente (“en vivo”, diría la televisión) lo que podríamos llamar una pop-revolución (por alusión al pop-art). Esa creatividad, y el hedonismo que la impregna, es lo que les vale la simpatía universal.

Ponen en crisis la autoridad y todos los sistemas jerarquicos verticales: familia, escuela, Iglesia, Ejército, partido, fábrica, empresa. Ninguna de esas instituciones será ya nunca igual (piénsese en la descompostura del Partido Comunista).

Despejan nuevos territorios, desconocidos por la política: feminismo, igualdad de géneros, liberación homosexual, ecología. Reclaman el derecho a la utopía (“¡La imaginacion al poder!”). Y anuncian (y denuncian) la inexorable tiranía de la sociedad de consumo (“Consumid más, viviréis menos”).

Mayo del 68 parecía responder al requerimiento de Marx de “transformar el mundo”. En realidad respondió al postulado de Rimbaud de “cambiar la vida”.

Ignacio Ramonet es director de Le Monde diplomatique en español. Acaba de publicar, con Ramón Chao, París rebelde.

Tomado de Rebelión.org

1 comentario:

GeorginA dijo...

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