
Independientemente de que Marx nunca dijo que propiedad estatal fuera sinónimo de propiedad socialista – y en la historia de la humanidad hubo muchas formas de propiedad privadas y colectivas no capitalistas –, a las personas como a mí nos sigue resultando difícil sentirnos dueños del lugar donde trabajamos, mucho menos de una planta de cualquier cosa situada a un par de provincias de distancia. Nuestra posesión de estos lugares nos resulta un poco lejana de lo que entendemos como tal.
Por ejemplo, supongamos que una fábrica de cemento se encuentra en Guaracabulla. Sinceramente, si yo tengo algún derecho de pertenencia sobre esa planta, no sé en qué radica.
No la puedo vender ni regalar.
No puedo nombrar a los directivos de la fábrica.
No puedo decidir si ampliar o reducir la producción.
No puedo determinar a quién se le vende el producto.
No puedo participar en el proceso de fijación de precios.
No puedo votar en la decisión de qué parte de los ingresos de la fábrica dedicar a la retribución de los trabajadores –salario–, cuánto dirigir a la inversión en la capacidad productiva y condiciones de trabajo, cuánto entregar al fondo estatal nacional.
No puedo tomar otras decisiones relativas a la plantilla de trabajadores, (re)distribución de los empleos, régimen vacacional, prestaciones adicionales como guarderías, etc.
En mi lugar, esas decisiones las toman ciertos funcionarios designados por ciertos otros funcionarios superiores designados a su vez por otros funcionarios superiores, quizá nombrados al menos formalmente por ciertos diputados de alto nivel, escogidos por otros delegados de menor nivel a los que yo sí puedo elegir.
El cemento de esta fábrica “mía”, no está más cerca de mí que el resto de la planta. Yo no podría, aunque tuviera los papelitos de colores en los que ese cemento quizá se contabilice, comprar ese cemento. Sólo se le puede vender, si sigue el esquema de cierta instalación camagüeyana que detallaron un día en nuestra prensa, a cierta empresa mayorista (también “mía”). Esta empresa mayorista, a su vez, solo se lo puede vender a ciertos clientes empresariales (otras de mis personalidades secretas) designados por algunos de los niveles de funcionarios-delegados que me representan, en caso de que estos funcionarios-delegados les aprueben a estos últimos clientes la compra en el plan del año en curso. Yo no diseñé ese sistema, que conste.
Rara forma de poseer una fábrica, ¿no? Curiosamente, los obreros de esta hipotética fábrica no tienen muchas más formas que yo de ejercer su derecho de posesión, y por lo general se les exige ejecuten lisa y llanamente lo que el primer grupo de funcionarios les orienta. A veces se les exhorta a que desarrollen mayor energía, iniciativa y entusiasmo y controlen más… la ejecución de tales orientaciones.
Tal vez los obreros que trabajan directamente en esta instalación no puedan o deban cambiar el estado de las cosas, porque es el que más conviene a los intereses del pueblo y los míos, por lo tanto. No, al menos, sin que todos los otros dueños de esa fábrica estemos de acuerdo.
En lo que a mí concierne, estimados compañeros obreros y obreras de la fábrica de cemento de Guaracabulla, cuenten con mi respaldo en las decisiones que ustedes democráticamente tomen –respetando cierto nivel de participación de los vecinos que comparten el entorno en el que la fábrica se inserta–, y dedicando cierta parte de las ganancias de la fábrica a la nación, mediante el pago de un sencillo impuesto proporcional –negociable luego. De ahí para adentro, ustedes pueden decidir cómo se organizan, quién dirige, a quién le venden –solo tal vez se pueda establecer una parte del impuesto en especie para clientes poco pudientes pero de interés de la nación. Yo confío en que ustedes, que llevan trabajando mucho tiempo en ello, sabrán dirigir bien su empresa, que será socialista porque será propiedad de los obreros que en ella trabajan, que será productiva porque ganarán según lo que trabajen, y será eficiente por poder prescindir de manera expedita de la burocracia agobiante que se erige como garante de una propiedad “mía” que no deseo, y que lo que más me reporta son pérdidas.