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8 de abril de 2016

El regreso del cubanito viajantín (II Parte)



Como habíamos advertido en la entrega anterior, Panamá era solo una escala técnica, de una noche, del viaje cuyo destino era un entrenamiento en Inglaterra. Así que nuestros amables anfitriones nos hicieron el chequeo del siguiente vuelo por la Internet y nos depositaron al otro día nuevamente en el aeropuerto. Allí tomaríamos un vuelo de Iberia hacia la famosa a Albión, no sin hacer una nueva escala, más breve, en Madrid.

Si antes había llamado “águilas” a las naves de la aerolínea Copa, habré de decir ahora que parecían palomitas, al lado del cuatrimotor de Iberia. Aunque sobre esto volveré más tarde. Los asientos de la doctora y el mío habían salido bastante separados, y el funcionario de los chequeos en el aeropuerto nos informó que, si queríamos que nos pusieran en asientos contiguos, debíamos pagar una buena suma. Eso, o encontrar que los pasajeros a nuestro lado fueran buenos samaritanos y no les importara el cambio. Y aunque no somos pareja, una pasajera al lado de la doctora nos tomó por tal, se compadeció y estuvo de acuerdo en cambiar conmigo. El aeroplano aquel hizo, pues, sus paseítos, aceleró y despegó, sin vacilaciones, rumbo norte, que era a donde tenía que dirigirse desde el inicio. En pocos minutos estábamos en pleno Atlántico.

Yo, que hace tiempo no me subía a un bicho de esos, me concentré rápidamente en el nuevo juguete: la pantallita en la parte de atrás del asiento de alante. Le hundí varias flotas a la computadora en el conocido juego naval. No se trataba de llegar a niveles de perfección, así que, cada vez que me echaban a pique a mí, le bajaba el nivel de dificultad. También aproveché aquella ventajas de ser alguien que ve poca televisión o cine, que consiste en que cualquier colección de audiovisuales no tan recientes, está llena de novedades para uno. Mi mayor disgusto del vuelo fue una jugarreta de la tripulación, de esas que demuestran que hay pillos por doquier y no solo en Cuba. Para eso se aprovecharon de los fuertes vientos que aceleraron el avión y disminuyeron las horas de vuelo. Si el capitán habia anunciado una comida y dos meriendas durante el trayecto, al final, con el tiempo reducido, nos escamotearon una de ellas.

Cuando llegamos a Barajas, Madrid, encontramos que aquellos españoles se tomaron mucho trabajo para que, los que teníamos visas británicas pero no Schengen, no nos fuéramos a equivocar. Dimos muchas más vueltas que en Panamá, que ya era mucho decir. De hecho, ahí sí que pasamos dos veces por el mismo control, con quitadera de abrigo, revisión de bolsos y zapatos incluido. Hubiéramos podido hasta tomar dos veces los bomboncitos de promoción de una tiendita que los ofrecía a los pasantes, pero la doctora no me dejó. Luego, una guagua del aeropuerto nos tomó en una puerta, entró por un túnel kilométrico, salió por el otro extremo, regresó -por arriba- casi al punto de partido y luego retomó el mismo camino, de nuevo por arriba pero por la otra senda. Hasta que nos dejó en el último avión, el que sí iba a donde la Armada Invencible nunca llegó.


En este último brinco, encontré que el mapa del folleto turístico de la aerolínea no era muy confiable. Que uno no se debe entusiasmar demasiado con los villorrios ingleses que ve pasar por debajo, porque ninguno es todavía Londres y el avión vuela un buen tramo, a baja altura, antes de tirarse en Heathrow. Y que si los aviones de Iberia dejaban chiquitos a los de Copa, los de British Airways sí que son unos animalotes.

Nos recogieron en el aeropuerto una vez más. Ahora les puedo decir, de buena fe, que es verdad eso que dicen de los carros ingleses, que tienen el timón del otro lado y conducen por la senda contraria. Agotados, nos depositaron en el hotel donde la pasaríamos los siguientes días, y por fin comimos decentemente en una mesa y pudimos relajarnos y descansar en nuestras habitaciones.

En esa estancia en Inglaterra, recogí algunas experiencias, para contar como es natural, pero de cierta manera parecen pocas. Eso pasa, pensé, porque es uno de esos lugares donde todo o casi todo funciona bien. Pues sí, los ingleses han hasta aprendido a cocinar. A menos que sea cierta mi sospecha de que los platos buenos los encargan por Internet, desde Francia o algo así. Por lo menos, es sugestivo que los días en que la wifi del hotel tenía interrupciones, los camareros del restaurant del hotel se demoraban más.

El cuso al que fuimos, muy provechoso e interesante, desde el punto de vista de nuestra preparación profesional. Algún paseíto se dio por el pueblo, Crawley, con su compra de pacotilla incluida. Hasta hubo tiempo para una escapada a Londres, el fin de semana intermedio, y un puñado de fotos en un par de sitios emblemáticos. De paso me rei bastante con unos caballitos con abrigos, como los que le ponen a los perritos acá de La Habana sus dueños melindrosos cuando la temperatura “baja” a 20 grados. Allá nunca subió de 7. Y también pude ver que los Alamares (1) están donde quiera, aunque en unos países con más estilo que en otros.

Por lo demás, una opulencia encantadora, con sus relámpagos de personas mendicantes, y sin tiempo para profundizar más. Y que nadie me vuelva a hablar mal del Almendares, que ese Támesis es un fanguito ahí. O por lo menos, la grisura del cielo lo hacía ver así. Sobre un puente, el de al lado del Parlamento, ambulantes con sus mantas jugaban a las tapitas y atraían a los incautos... por montones. Supongo, no es tan diferente a los locales, con montones de televisores que trasmitían distintos encuentros de la Premier League, y permitían efectuar apuestas allí mismo. Impresionante, en un par de lugares, miembros de fuerzas de seguridad con los fusilones esos que parecen de series de ciencia ficción, ahí al lado de las personas.

Mi escapada del último día a Londres puso nerviosa a la doctora, pero yo tenía que verme con mis amigos trotskistas, del Comité por una Internacional de los Trabajadores. Estos se habían alegrado mucho con mi viaje y me tenían preparado un alijo de libros que me hubiera costado otra maleta, si ya no lo hubiera previsto. Casualmente, esa maleta fue la última en salir por la tolva del aeropuerto José Martí, acá en la Habana. Espero que, si hubo curiosos del contenido, hayan encontrado provecho y solaz en aquellos textos, y se hayan quedado con la curiosidad de conseguirlos luego para sí.

Acá, de vuelta a La Habana, mi jefe está feliz de verme regresar. Yo estoy feliz de verme con mi familia, en mi casa, y tener optimismo y energías para mirar al futuro.

(1) Alamar, ciudad dormitorio al este de La Habana, urbanísticamente muy monótona.

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