Como
habíamos advertido en la entrega anterior, Panamá era solo una escala técnica,
de una noche, del viaje cuyo destino era un entrenamiento en Inglaterra. Así
que nuestros amables anfitriones nos hicieron el chequeo del siguiente vuelo
por la Internet y nos depositaron al otro día nuevamente en el aeropuerto. Allí
tomaríamos un vuelo de Iberia hacia la famosa a Albión, no sin hacer una nueva
escala, más breve, en Madrid.
Si antes
había llamado “águilas” a las naves de la aerolínea Copa, habré de decir ahora
que parecían palomitas, al lado del cuatrimotor de Iberia. Aunque sobre esto
volveré más tarde. Los asientos de la doctora y el mío habían salido bastante
separados, y el funcionario de los chequeos en el aeropuerto nos informó que,
si queríamos que nos pusieran en asientos contiguos, debíamos pagar una buena
suma. Eso, o encontrar que los pasajeros a nuestro lado fueran buenos
samaritanos y no les importara el cambio. Y aunque no somos pareja, una
pasajera al lado de la doctora nos tomó por tal, se compadeció y estuvo de
acuerdo en cambiar conmigo. El aeroplano aquel hizo, pues, sus paseítos,
aceleró y despegó, sin vacilaciones, rumbo norte, que era a donde tenía que
dirigirse desde el inicio. En pocos minutos estábamos en pleno Atlántico.
Yo, que
hace tiempo no me subía a un bicho de esos, me concentré rápidamente en el
nuevo juguete: la pantallita en la parte de atrás del asiento de alante. Le
hundí varias flotas a la computadora en el conocido juego naval. No se trataba
de llegar a niveles de perfección, así que, cada vez que me echaban a pique a
mí, le bajaba el nivel de dificultad. También aproveché aquella ventajas de ser
alguien que ve poca televisión o cine, que consiste en que cualquier colección
de audiovisuales no tan recientes, está llena de novedades para uno. Mi mayor
disgusto del vuelo fue una jugarreta de la tripulación, de esas que demuestran
que hay pillos por doquier y no solo en Cuba. Para eso se aprovecharon de los
fuertes vientos que aceleraron el avión y disminuyeron las horas de vuelo. Si
el capitán habia anunciado una comida y dos meriendas durante el trayecto, al
final, con el tiempo reducido, nos escamotearon una de ellas.
Cuando
llegamos a Barajas, Madrid, encontramos que aquellos españoles se tomaron mucho
trabajo para que, los que teníamos visas británicas pero no Schengen, no nos
fuéramos a equivocar. Dimos muchas más vueltas que en Panamá, que ya era mucho
decir. De hecho, ahí sí que pasamos dos veces por el mismo control, con
quitadera de abrigo, revisión de bolsos y zapatos incluido. Hubiéramos podido
hasta tomar dos veces los bomboncitos de promoción de una tiendita que los
ofrecía a los pasantes, pero la doctora no me dejó. Luego, una guagua del aeropuerto
nos tomó en una puerta, entró por un túnel kilométrico, salió por el otro
extremo, regresó -por arriba- casi al punto de partido y luego retomó el mismo
camino, de nuevo por arriba pero por la otra senda. Hasta que nos dejó en el
último avión, el que sí iba a donde la Armada Invencible nunca llegó.
En este
último brinco, encontré que el mapa del folleto turístico de la aerolínea no
era muy confiable. Que uno no se debe entusiasmar demasiado con los villorrios
ingleses que ve pasar por debajo, porque ninguno es todavía Londres y el avión
vuela un buen tramo, a baja altura, antes de tirarse en Heathrow. Y que si los
aviones de Iberia dejaban chiquitos a los de Copa, los de British Airways sí
que son unos animalotes.
Nos
recogieron en el aeropuerto una vez más. Ahora les puedo decir, de buena fe,
que es verdad eso que dicen de los carros ingleses, que tienen el timón del
otro lado y conducen por la senda contraria. Agotados, nos depositaron en el
hotel donde la pasaríamos los siguientes días, y por fin comimos decentemente
en una mesa y pudimos relajarnos y descansar en nuestras habitaciones.
En esa
estancia en Inglaterra, recogí algunas experiencias, para contar como es
natural, pero de cierta manera parecen pocas. Eso pasa, pensé, porque es uno de
esos lugares donde todo o casi todo funciona bien. Pues sí, los ingleses han
hasta aprendido a cocinar. A menos que sea cierta mi sospecha de que los platos
buenos los encargan por Internet, desde Francia o algo así. Por lo menos, es
sugestivo que los días en que la wifi del hotel tenía interrupciones, los
camareros del restaurant del hotel se demoraban más.
El cuso
al que fuimos, muy provechoso e interesante, desde el punto de vista de nuestra
preparación profesional. Algún paseíto se dio por el pueblo, Crawley, con su
compra de pacotilla incluida. Hasta hubo tiempo para una escapada a Londres, el
fin de semana intermedio, y un puñado de fotos en un par de sitios
emblemáticos. De paso me rei bastante con unos caballitos con abrigos, como los
que le ponen a los perritos acá de La Habana sus dueños melindrosos cuando la
temperatura “baja” a 20 grados. Allá nunca subió de 7. Y también pude ver que
los Alamares (1) están donde quiera, aunque en unos países con más estilo que
en otros.
Por lo
demás, una opulencia encantadora, con sus relámpagos de personas mendicantes, y
sin tiempo para profundizar más. Y que nadie me vuelva a hablar mal del
Almendares, que ese Támesis es un fanguito ahí. O por lo menos, la grisura del
cielo lo hacía ver así. Sobre un puente, el de al lado del Parlamento,
ambulantes con sus mantas jugaban a las tapitas y atraían a los incautos... por
montones. Supongo, no es tan diferente a los locales, con montones de
televisores que trasmitían distintos encuentros de la Premier League, y permitían
efectuar apuestas allí mismo. Impresionante, en un par de lugares, miembros de
fuerzas de seguridad con los fusilones esos que parecen de series de ciencia
ficción, ahí al lado de las personas.
Mi
escapada del último día a Londres puso nerviosa a la doctora, pero yo tenía que
verme con mis amigos trotskistas, del Comité por una Internacional de los
Trabajadores. Estos se habían alegrado mucho con mi viaje y me tenían preparado
un alijo de libros que me hubiera costado otra maleta, si ya no lo hubiera previsto.
Casualmente, esa maleta fue la última en salir por la tolva del aeropuerto José
Martí, acá en la Habana. Espero que, si hubo curiosos del contenido, hayan
encontrado provecho y solaz en aquellos textos, y se hayan quedado con la
curiosidad de conseguirlos luego para sí.
Acá, de
vuelta a La Habana, mi jefe está feliz de verme regresar. Yo estoy feliz de
verme con mi familia, en mi casa, y tener optimismo y energías para mirar al
futuro.
(1)
Alamar, ciudad dormitorio al este de La Habana, urbanísticamente muy monótona.
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