No tan rápido como uno desea estas
cosas, pero por fin los planetas volvieron a adoptar la alineación
necesaria para que cierto criollito volviera a oler ciertos aires,
lejanos del terruño natal. Y volví a vivir momentos poco
frecuentes, simpáticos tanto como estresantes, de los que tal vez
valdría la pena rememorar alguno que otro.
No vamos a entrar en todos los
detalles, ni los previos al viaje ni otros propios del viaje mismo.
Por una parte, sería abusar demasiado del gentil lector o lectora,
proclives a aburrirse. Por otro lado, cuando uno tiene intenciones de
repetir la experiencia, ciertas discreciones son sabias.
La razón de esta excursión al mundo
exterior consistió en aprender, de la mano de la empresa
suministradora, el manejo de complejos programas para planificar
tratamientos de radioterapia y radiocirugía, en proceso de
instalación en mi hospital. El entrenamiento tendría lugar en la
localidad de Crawley, localidad al sur de Londres, en la vieja
Inglaterra. Por la relación con la capital británica, viene siendo
algo así como San José de las Lajas respecto a La Habana; salvando
una distancia de unos cuantos millones de libras esterlinas.
Según la advertencia de Wikipedia, nos
esperaría una temperatura promedio de 2 a 3 grados Celsius, máximas
de 7 u 8, mínimas de 3 o 4 bajo cero. Esta vez el criollito no
andaría solo, pues contaría con la distinguida compañía de un
colega, otro físico del hospital Hermanos Ameijeiras, y una doctora
del propio Instituto de Oncología. Atrás dejamos a un atolondrado
neurocirujano, que estaba planificado para viajar con nosotros, pero
sufrió un desdichado percance el mismo día anterior a la salida que
le frustró su viaje. Y como el criollito es este servidor, voy a
dejar la bobería esa de hablar en tercera persona.
El azaroso itinerario comenzó con una
lección (más) para personas como yo, empecinadas en mantener un
infructuoso ateísmo, en este país nuestro tan real y
fascinantemente maravilloso. Previamente al viaje, nuestro clima
llevaba no menos de dos meses de malos tiempos, frentes fríos,
lluvias interminables, y hasta penetraciones del mar, sin un solo día
del maravilloso sol del que nos enorgullecemos por acá –al menos
en las propagandas para el turismo. Pues bien, ¿se acuerdan que el
papa católico, Francisco, y el ortodoxo, Kiril, decidieron tener una
reunioncita acá en La Habana, el día 12 de febrero, justo en el
aeropuerto José Martí? Las oficinas correspondientes coordinaron
con quienes había menester, los santos Isidro, Cirilo, Metodio y
Bárbara o Changó, y tal cita histórica y religiosa, que coincidió
con el día de nuestra partida, contó con una preciosa mañanita
despejada, soleada y con una suave brisa; tiempo que no se había
visto acá, en ningún día transcurrido hasta entonces durante este
año de 2016.
Por la planificación del viaje,
haríamos una primera escala, de una noche, en Panamá.
Inmediatamente después del despegue, pareció que los pilotos de
nuestro avión no tenían una idea muy precisa de hacia dónde
dirigirse. La nave tomó primero, muy decididamente, rumbo directo al
triángulo de las Bermudas. Luego, aparentemente, recapacitaron y,
tal vez para ganar alguna referencia sólida, empezamos a volar a lo
largo de la Autopista Nacional, también conocida como Las 8 Vías;
pero mucho más arriba. Yo tengo mis razones para visitar Santa
Clara, pero no creía que fuera el momento. Casi llegando al
kilómetro 259 [1], más 10 de altura, por fin nuestra águila tomó
rumbo sur.
En el momento oportuno, el capitán de
la nave anunció que llegaríamos pronto. Casi enseguida sentimos el
cosquilleo ese en los estómagos que refleja la rápida pérdida de
altura. La protección meteorológica divina no se extendía,
evidentemente, hasta nuestro primer objetivo. En esos momentos, entre
nosotros y la superficie se extendía una cerrada capa de nubosidad.
Había elementos para sentirse nervioso. ¡El istmo es tan estrecho!
No se veía nada, nadita. ¿Y si, al atravesar las capas de nubes,
descubríamos que nos habíamos pasado, o no habíamos llegado
todavía?
Afortunadamente, en tierra firme
nuestra tripulación se orientaba mejor que en las islas. Después de
atravesar la nubosidad, todo apareció justo donde debía estar.
Panamá y su capital, y su canal, y el bulto de barcos haciendo su
cola para pasar. Uno de esos barcos avanzaba a toda máquina y se le
veían todas las intenciones de colarse.
Aterrizamos. El aeropuerto aquel de
Panamá tiene su magnitud y sus vueltas. Algunas de las barreras, de
esas de postes unidos por cintas, se ponían laberínticas. Ea, creo
que ya pasamos por aquí; o hasta del tipo banda de Mobius –ea,
creo que ya pasamos por aquí ¡pero ahora estamos de cabeza! Al fin,
entre el azar y seguir a los que parecían más conocedores,
recorrimos aquello y no nos perdimos.
Algún trabajo costó trabajo convencer
a la funcionaria de migración que nos dejara entrar, pues solo
sabíamos que una persona de la empresa nos debía esperar fuera,
pero solo teníamos un nombre, sin un teléfono ni una dirección. Al
final, entre cartas de recomendación y seguridades de la dichosa
empresa –aunque sin direcciones panameñas–; pasaportes oficiales
cubanos y visas del Reino Unido, convincentemente estampadas; más un
concienzudo interrogatorio, nos dejó pasar.
En tan breve escala vimos, como era de
esperar, apenas unos fragmentos fugaces del país, por más que
nuestros cordiales anfitriones se afanaron por darnos los paseos más
interesantes en el corto tiempo disponible. Recorrimos el casco viejo
de Panamá, que se da un aire al de La Habana. Sentimos ese calor tan
parecido al de Santiago de Cuba. Nos convencimos de que las calles
allá son tan abigarradas como las de Camagüey. Un cubano allá
tiene condiciones para sentirse como en su país. Tanto la doctora
como yo hicimos funcionar nuestras queridas cámaras fotográficas a
derecha e izquierda. Guardamos, por tanto, las impresiones de
edificios patrimoniales, iglesias, las ventas de los artesanos, los
vistosos rascacielos… En el inevitable canal, me llamaron la
atención las graciosas locomotoras que arrastran los navíos. Como
los barcos casi no caben, y las locomotoras no siempre se ponen de
acuerdo, les dan tirones y los hacen chocar contra un lado, luego
contra el otro, y los pobres deben llegar, al otro océano, todos
magullados. Del tráfico enloquecido y los taxistas temerarios hasta
la locura. Y del hostal Casa Margarita, donde nos dieran una atención
tan amable, como para que me queden ganas de hablar bien de ellos en
cualquier parte que venga a cuento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario