Como persona con tendencia a tomarse en serio su formación profesional científica, en ocasiones me asomo a mortificantes frustraciones. Con frecuencia, por ejemplo, tengo que hilar muy fino en debates en mi clase de alemán, para esquivar el rol de solitario defensor de una posición incrédula, frente a los fervorosos voceros de mitologías que andan en boga sobre las energías mágico-sanadoras, la vida-más-allá-de-la muerte, el espiritismo, los amuletos de cuarzo y quién cuenta cuántas más.
Mis compañeros en el estudio del teutónico idioma -personas excelentes, a los que me enorgullezco de conocer- son personas inteligentes, de variados orígenes y nivel educativo entre medio superior y universitario, vari@s cursando sus carreras en estos momentos.
Para el portador de un sano escepticismo, podría resultar paradójico tanto enraizamiento, en este grupo, de la fe en lo sobrenatural. Algunos suponen que el espacio concedido a las creencias místicas se reduce, mientras más prolongada e intensa resulte la exposición al conocimiento científico. Sin embargo, no escasean las ocasiones para sospechar que esta hipótesis se formula un tanto precipitadamente.
Me faltan los datos, estadísticas y herramientas para caracterizar cabalmente la concepción de la ciencia en la mente de los distintos grupos sociales de nuestro país. No obstante, me extiendo en estas consideraciones basándome en mis experiencias, mis observaciones en las calles donde jugué y por las que he ido a la escuela y al trabajo, y en los centros y comunidades a los que he pertenecido o por los que he pasado.
Así, constato que podemos contemplar entre nosotros, en nuestras ciudades, campos… la perpetuación de “prácticas”, como la llamada radiestesia, o las consultas con adivinos que se auxilian de la ouija o el tarot. Y donde todo el asunto se vuelve definitivamente un engorro, es en ese universo de la seudociencia, donde se aglomeran con entusiasmo la amplia variedad de teorías sobre la energía piramidal, la homeopatía, la parapsicología; las visitas de los OVNIs; las profecías –no solo las de
Nostradamus- y los viajes de los antiguos a través de la quinta dimensión, para mencionar algunas de las más conocidas. Ahí encontraremos tanto profesionales como aficionad@s muy seri@s, explicando los poderes curativos del agua que “recuerda” los efectos de un par de moléculas de algún compuesto químico entre un billón de otras de H2O; sosteniendo la capacidad regenerativa de un misterioso campo concentrado por determinados cuerpos geométricos; y hasta escribiendo libros, que encuentran grandes tiradas y amplia divulgación, sobre cómo los mayas convertían las hierbas alucinógenas en efectivos vehículos intergalácticos –
Viaje al Sexto Sol, de Thelvia Marín Mederos, publicado por Ciencias Sociales; o sobre cuánto mejor es guiarnos por el horóscopo que por la teoría de la Evolución –
Salud Ecológica, de Ávila Gethon y Fonte González, por Ciencias Médicas.
Aunque la mayoría de las creencias aludidas anteriormente son inofensivas y, como parte de la libertad de credo del individuo, merecedoras del más reverente respeto, en ocasiones sus consecuencias pudieran ser un motivo de preocupación. Yo, por lo menos, recomendaría vehementemente
no descuidar un tratamiento médico por una dolencia determinada, para sustituirlo por alguna de aquellas técnicas de sanación sin validación clínica, como ha hecho algún que otro conocido mío con lamentables consecuencias. Claro, que la descripción de los casos en los que estas variantes aparentan dar resultados magníficos, tiene un poder seductor inagotable, pero el estudio mesurado y profundo del asunto revela lo endeble del testimonio trasmitido de boca en boca, carente del respaldo estadístico, en una situación nada reproducible y con montones de factores sin control alguno. Lo que no es obstáculo para que se reproduzcan estas anécdotas, ni parece restarles nada de su poder de fascinación.
Al final en nuestro medio sigue reinando
lo real maravilloso.
Europa se trajo la poderosa ideología cristiana, con la misteriosa Trinidad,
los santos apabullantes y las vírgenes influyentes del catolicismo, más una buena dosis de supersticiones adosadas; al
África la arrastraron acá con su mundo de
orishas, reyes portentosos y poderes en cada elemento de la naturaleza. El mundo del
Oriente aportó el picante legado de
los manes ancestrales y la
New Age terminó de redondear el ajiaco que ahora cocinamos.
Sin desmedro de lo mucho que este mundo espiritual ronda a nuestra existencia, se pueden y deben romper algunas lanzas por sus contrapartidas, basadas más bien en la física y en la química, a la hora de determinar actitudes y decisiones de las que es de prever dependa una parte importante de nuestras vidas. No está de más una disposición para analizar nuestro entorno con una mente más inquisitiva respecto a los cómo y los por qué: las causas y haberes que se descubren en el mundo de los laboratorios y observatorios siguiendo los rigurosos principios del método científico, revelan fenómenos y objetos –espacios multidimensionales que enlazan universos, la delicadeza del tejido en el ala de una mariposa- tanto o más fascinantes que las más deslumbradoras fantasías.
No obstante, estas alternativas no parecen atraer demasiado a mis coterráneos. Las aulas de las facultades universitarias de carreras de ciencia se llenan con dificultad, si es que se llenan; en público y privado se concede poca importancia a estructurar conocimientos de este tipo. El colmo y el mayor peligro es la complacencia institucional con actitudes irresponsables reflejadas en la generalización de prácticas para nada validadas clínicamente en
la atención de salud, llámese
la terapia piramidal, la homeopatía y quizá alguna otra, que se introducen no muy subrepticiamente en los policlínicos, y que constituyen peligrosas distracciones ante un problema real. También preocupa la publicación de textos de entusiastas de la seudociencia, como los más arriba mencionados, por sellos editoriales que deberían asumir con más responsabilidad su papel de fuentes de referencia en estos asuntos.
Valdría la pena ahondar en los motivos de estas problemáticas.
El sistema educacional cubano, con muchos puntos positivos a lo largo de decenios, hizo hasta cierto momento una labor excepcional, creando y capacitando una tremenda cantera de recursos humanos y profesionales de alta calidad científica. Entre sus zonas oscuras debemos reconocer,
la imposición de un pretendido ateísmo y marxismo de manual obstaculizó el natural desenvolvimiento dialéctico, contradictorio e interactivo de las facetas espirituales y terrenas de las personas que conformaba. Después de los 90’ y la debacle económica y social interminable, las que fueran las principales fuerzas de movilización hacia una formación científica –este sistema educativo, y las posibilidades de desarrollo de la persona que lo seguía hasta sus máximas oportunidades-, han perdido la mayor parte de su prestigio.
En su extraordinaria serie
La Fundación, el novelista
Isaac Asimov expone convincentemente las observaciones de cómo la ciencia y la técnica retroceden ante las creencias oscurantistas en una sociedad en decadencia –el Imperio Galáctico en su caso. No me gustaría que eso fuera lo que estamos observando en nuestro patio, pero pudiera ser. El proceso por el cual las fuerzas más pujantes del saber, la razón y la investigación recuperaron su preponderancia en aquella gesta –con el auge del pequeño
embrión civilizatorio que encarnaba La Fundación- fue arduo, doloroso, prolongado, y estuvo numerosas veces al borde del abismo. Desde donde se veía, dicho sea de paso, a los mundos oscurantistas desplomarse hacia el fondo.
No pocos paladines batallan esforzados en el valladar cubano en pro de la ciencia. Desde la
Colina Universitaria, los miembros de la Facultad de Física –llámense los Arnaldo Rodríguez, Ernesto Altshuler, entre otros-, denostan contra la seudociencia y en pro de una cultura más basada en el desarrollo de la inteligencia. Luis F. Desdín, Bruno Enríquez y otros sesudos redactan y logran sacar adelante la edición de materiales donde combinan la exposición de material científico con la capacidad expositiva didáctica y convocadora a continuar por el rumbo sabiamente mostrado. Este movimiento editorial –accidentes como los de Marín Mederos y Fonte y Ávila aparte y sin estar carente de deficiencias remediables-, se mantiene lento pero latente y ya se extiende a las obras para chicos y adolescentes, con destaque para la editorial Gente Nueva y escritores noveles como
Anel Hernández. A pesar de ello, se ve lejano el día en que se desenvuelvan y prosperen las tendencias que rescaten el prestigio del saber científico, verdaderos movimientos de especialistas escépticos, activos y reconocidos públicamente, frente a las manifestaciones de misticismo que hoy llevan las de ganar.
El mundo de la seudociencia seguirá presente entre nosotros, con cantos de sirena
irresistible para muchas personas con problemas en el mundo real, con carencias físicas y espirituales. El misticismo promete ayuda y proporciona consuelo, aunque sea de modo efímero y frágil. Como contrapartida, exige renunciar al sentido común, al ejercicio de la razón y la inteligencia, reporta no pocas –y dolorosas- decepciones y hasta convertirse de vez en cuando en presa de estafadores inescrupulosos.
En lo que a este humilde servidor respecta, cumplidos mis deberes pro-espíritu científico –toco madera para que los lectores no me devuelvan una andanada de protestas en sus comentarios-, no veo llegar la hora de relajarme e ir una buena fiesta, donde también se disfrute de una botella de ron, pero siempre a partir del segundo sorbo, porque el primer chorrito se le dedica –Dios nos libre de olvidar ese deber– “a los santos”.