En mi infancia, recuerdo haber leído en un libro de texto de literatura, el poema “A Margarita Debayle”, de Rubén Darío. El genial nicaragüense representa un narrador que le cuenta a una pequeña amiga de nombre romántico –Margarita–, una fábula sobre una princesa envuelta en la búsqueda de una estrella.
Recuerdo que el poema en aquel libro escolar se veía interrumpido por unos puntos suspensivos y luego culminaba: se notaba la falta de un pedazo. Quince o veinte años después cayó en mis manos el poema de Darío, con su contenido íntegro, y comprendí la razón de la censura.
La princesita ha tomado la estrella de los jardines celestiales. En el pedazo ausente del libro de texto, aparece entonces la figura de Jesucristo para asegurar al Rey, padre de la princesa, que no debe regañarla. La escena rebosa de la gracia exquisita que era capaz de recrear aquel poeta, y las imágenes de belleza y amor divinos son memorables.
Sin embargo… era un libro de los años ´70, ´80, del pasado siglo en nuestro país. El contenido religioso de ese poema era mucho más de lo que podía soportar la estrecha mentalidad de un censor, con el empacho de ateísmo y sarampión rojo propio del sistema de entonces. Cometieron el pecado de lesa cultura y masacraron el poema de Darío, para poder incluirlo en el libro sin peligro de “confusiones ideológicas” en el estudiantado.
La literatura y todas las demás ramas del arte y la cultura de la humanidad están impregnadas de sentimientos y mitos, pasiones y epopeyas, de origen religioso. Quienes pretendieron darle la espalda a esa realidad durante parte de nuestra historia, cometieron un atroz disparate.
Ni en el más laico de los Estados, tendría sentido preocuparse por la expresión de un sentimiento religioso en obras particulares de los textos de literatura. Si otro fuera el caso, no se podrían estudiar obras como La Ilíada. Lógicamente, un volumen escolar que intentara no reproducir patrones hegemónicos, tendría el buen cuidado de balancear las fuentes de las que beba. Junto con la épica helénica, se alinearían honorablemente la luminosa poesía de Sor Juana Inés de la Cruz; los empeños de Gilgamesh; las historias fascinantes de los monjes de Shaolín y los Patakines de nuestros ancestros africanos.
La publicación de mi diatriba contra lo que parece un ciclo de cine cristiano en la televisión estatal cubana ha motivado un buen debate en estos sitios. En este, los comentaristas han hecho referencia a la película Ben Hur. Sin reservas de ningún tipo, afirmo que la vi con total agrado, y nunca me preocuparía por su relación con la religión judeo-cristiana. Otras películas han representado versiones más o menos libres de seres de la mitología griega y la escandinava, y las he apreciado con igual gusto.
La película sobre el arca de Noé, protagonizada por Russel Crowe, constituyó el epicentro de mi descarga. Insertada en la programación en una estructura diferente, yo la hubiera podido ver con otra mirada, sin darle la misma connotación. Por ejemplo, como parte de un ciclo de cine de aventuras. O un ciclo de catastrofismo. O de películas protagonizadas por Crowe. O de películas sobre distintas religiones, con esta en representación del cristianismo.
Se podía haber manejado de lo más bien como un producto cultural, con sus valores y defectos, que un crítico de cine podrá señalar mucho mejor que yo. Lo que encuentro repudiable, bajo todo punto de vista, es la pretensión de algún grupo, empoderado en el Estado, de favorecer una doctrina religiosa particular, mediante la manipulación de los medios de comunicación masivos que domina.
Mientras escribía esto, precisamente, trasmitían por la televisión otra ceremonia católica, relacionada con la Virgen de la Caridad del Cobre. El reconocimiento que se le está haciendo a esta figura en los altos niveles de la Iglesia y el Vaticano tiene gran relevancia para muchas personas de nuestro país. Sería justo y perfectamente pertinente que se cubriera, con carácter informativo, una acción de tal relevancia. Tampoco me opondría a que su Iglesia empleara sus propios medios para divulgar la misa celebrada, íntegramente. Pero espero que los practicantes racionales comprendan que el Estado no debe entregar un espacio proselitista tan estratégico como la televisión pública. Este espacio ni siquiera pertenece al Estado, ente abstracto, ni al grupo de burócratas del Instituto Cubano de Radio y Televisión, sino a todos los ciudadanos, católicos y protestantes, ortodoxos y abakuás, yorubas y Nueva-Era y hebreos y musulmanes y hasta ateos, que conviven en la Casa Cuba. Tal vez yo pueda entender algún tipo de compromiso y no proteste tanto contra una trasmisión de una misa navideña, si se programa poco después la ceremonia de la Letra del Año. No se deberá olvidar tampoco otras actividades específicas que se soliciten, organizadamente, por parte de las distintas congregaciones religiosas ¡y también de los colectivos ateos! Y así, compartiendo el espacio de todos entre todos, alejamos el fantasma de la intolerancia que tanto daño nos ha hecho.
Repito una convicción, que no es solamente mía. La violación del carácter laico e imparcial del Estado y de los medios públicos de divulgación, es una violación de las libertades de todos los ciudadanos de todas las creencias. Se viola esa libertad al imponer un mensaje religioso único a quien no lo quiere recibir, desde la televisión que mantiene con sus impuestos o con su trabajo. Se crea una atmósfera que discrimina las otras creencias, que las invisibiliza y las devalúa. Se perjudica, por último, a la misma fe religiosa que se pretende favorecer, pues ya la voz que llame al creyente no será la voz interior, o la de otros hermanos de fe, sino la del Gran Hermano con sus propios propósitos. Que ya sabemos, historia y libros de texto censurados mediante, que no son propósitos para confiar.
Texto íntegro del poema “A Margarita Debayle”
A MARGARITA DEBAYLE
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento.
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes,
un kiosko de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita,
Margarita,
tan bonita como tú.
Una tarde la princesa
vió una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
La quería para hacerla
decorar un prendedor,
con un verso y una perla,
y una pluma y una flor.
Las princesas primorosas
se parecen mucho a ti:
cortan lirios, cortan rosas,
cortan astros. Son así.
Pues se fué la niña bella,
bajo el cielo y sobre el mar,
a cortar la blanca estrella
que la hacía suspirar.
Y siguió camino arriba,
por la luna y más allá;
mas lo malo es que ella iba
sin permiso del papá.
Cuando estuvo ya de vuelta
de los parques del Señor,
se miraba toda envuelta
en un dulce resplandor.
Y el rey dijo: "¿Qué te has hecho?
Te he buscado y no te hallé;
y ¿qué tienes en el pecho,
que encendido se te ve?"
La princesa no mentía.
Y así, dijo la verdad:
"Fuí a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad."
Y el rey clama: "¿No te he dicho
que el azul no hay que tocar?
¡Qué locura! ¡Qué capricho!
El Señor se va a enojar."
Y dice ella: "No hubo intento;
yo me fuí no sé por qué
por las olas y en el viento
fuí a la estrella y la corté."
Y el papá dice enojado:
"Un castigo has de tener:
vuelve al cielo, y lo robado
vas ahora a devolver."
La princesa se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el Buen Jesús.
Y así dice: "En mis campiñas
esa rosa le ofrecí:
son mis flores de las niñas
que al soñar piensan en mí."
Viste el rey ropas brillantes,
y luego hace desfilar
cuatrocientos elefantes
a la orilla de la mar.
La princesita está bella,
pues ya tiene el prendedor
en que lucen, con la estrella,
verso, perla, pluma y flor.
Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar:
tu aliento.
Ya que lejos de mí vas a estar,
guarda, niña, un gentil pensamiento
al que un día te quiso contar
un cuento.
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