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27 de septiembre de 2012

La otra noche tuve un sueño especial

La otra noche tuve un sueño especial.
 
Andaba yo por un paisaje cualquiera y mis pies se separaban suavemente del suelo. Me elevaba, primero unos centímetros, luego decenas y centenares de metros. En la tierra, bajo mi mirada, se empequeñecían casas, personas, bosquecillos, tal como se aprecia en un avión que despega, o en esas fotos de satélite de alta resolución. Percibía en mí una exultación no exenta de un poco de temor.
 
Desde aquella noche, he permanecido varias jornadas con el recuerdo y la inquietud de aquel sueño. Como mis sueños suelen tener alguna relación con mis vivencias, como sospecho le ocurre a la mayor parte de las personas, me di a la tarea de repasar los acontecimientos de los últimos días para tratar de descubrir qué había causado esta particular visión.
 
Los contados viajes que he tomado, no debían tener relación con la actual situación, puesto que ocurrieron hace bastante tiempo y, en mi sueño, estaba yo bastante al descubierto, sin la sólida pared de un avión por medio. Se lo achaqué por un tiempo a los últimos paseos que hicimos al mar en el verano, a pesar de que no me había alejado tanto hacia lo hondo y, además, el fondo del mar visto desde la superficie es muy distinto. Después de mucho repasar detalles y circunstancias, llegué a los momentos de las últimas veces en que he ido con Rogelito al parque.
 
Resulta que en el parque hay un aparato que no es más que un armazón de hierros entrecruzados, apto para que los niños trepen de manera vertical o desplazándose lateralmente. Los niños de la edad de Rogelito y algo mayores, no suelen dirigirse a ese aparato, o las madres y abuelas –van pocos hombres al parque con sus hijos– los detienen y desvían. Yo, por el contrario, llevo un tiempo animándolo a que lo encare, claro está, conmigo bien cerca.
 
Las primeras veces que Rogelito llegó al armazón, no se animaba a subir más allá de uno o dos escalones, barrotes o como podamos llamarle. Al llegar allí, bajaba. La última vez fue distinto.
 
Ciertamente bajó después de llegar al acostumbrado, segundo escalón. Sin embargo, a diferencia de las veces anteriores, esta vez repitió el intento y subió un nivel adicional. Volvió a bajar. Se le notaba concentrado, con una decisión nueva en su corta vida. Volvió a subir, y llegó hasta el cuarto escalón.
 
A esta peligrosa altura de casi un metro –lo que mide él, hoy día– volvió a practicar la retirada, pero solo para volver a trepar. De esta manera, intento tras intento, iba subiendo cada vez un poquito más. Hasta que llegó a la cima.
 
Para él, era la primera vez que llegaba tan alto, solo. Bien, claro, yo estuve allí en todo momento, a pocos centímetros, listo para aguantarlo, pero cuenta como que él escaló solo. Él suele subir y pararse a veces sobre mis hombros, pero siempre bien agarrado por mí, dentro de la casa y, en última instancia, yo no levanto más que 1.72m hasta mi coronilla. En cambio, ahora llegaba con sus propias fuerzas hasta unos dos metros y medio, al pináculo de aquella cosa y miraba alrededor, a la vez asustado y orgulloso. El suelo se vería, desde allá, más lejos de lo que había estado nunca; el horizonte, expandido hasta el infinito.
 
Cuando di con aquel recuerdo, comprendí de donde salieron las visiones que tuve aquella noche. Yo soñé las emociones de mi hijo.

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