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20 de diciembre de 2008

El estilo de la revolución

Por Julio César Guanche

Presentación de El ejercicio de pensar, de Fernando Martínez Heredia (Instituto de Investigaciones Culturales Juan Marinello & Ruth Casa Editorial, La Habana, 2008)

Fernando Martínez Heredia, 2008. Archivo de Bubusopía

La imaginación burocrática, no por finita, es menos sorprendente. Cuando el socialismo real estaba a las puertas de su hecatombe final los intentos de aggiornamiento del discurso quisieron expresar nuevos imaginarios a través de la sintaxis —siempre férrea y obsesiva— del lenguaje burocrático. Un dirigente llegó a perpetrar esta frase para estar a tono con los «nuevos» temas: «La sexualidad es un componente importante de mi actividad diaria. Al tocar a mi esposa entre sus muslos me da nuevos grandes incentivos para mi trabajo de construir el socialismo». Pero el privilegio de esta incapacidad no fue solo de los burócratas del Este. Viansson-Ponté, editorialista de Le Monde, se hizo célebre cuando afirmó en abril de 1968 «Francia se aburre», y pocas semanas después estalló la enormidad del mayo parisino. Ambos son episodios de una misma obscenidad: de esa que, con singular candor, llamamos dogma.

El ejercicio de pensar, de Fernando Martínez Heredia, pudiera parecer, de inicio, un ensayo contra el dogma. Pero hay pocas palabras más extensas que ese breve y sonoro término «d-o-g-m-a».

Podríamos decir que fue el dogma lo que nos impidió conocer —a los nacidos después de los años sesenta— prácticamente todo «el marxismo después de Marx», como se titula el libro que Pierre Souyri consagró al tema. Acaso fue el dogma lo que nos impidió discutir —precisamente en su momento de nacimiento, auge y mayor esplendor— la teologia de la liberación, la pedagogía popular, la teoría de la dependencia, el marxismo indoamericano —corrientes, sin embargo, deudoras de la Revolución cubana—; así como nos privó, por bastante tiempo, del pensamiento de Julio Antonio Mella, de Antonio Guiteras, de Raúl Roa, y de José Martí y Emesto Guevara. Quizás, fue el dogma lo que nos privó de dialogar con la teoría socialista sobre el racismo, con el feminismo marxista, con el ecologismo marxista, con el autonomismo o con el «comunismo libertario», en el instante de su nacimiento y auge.

Pero estaríamos mintiendo.

El dogma es el nombre cortés de una tragedia mayor. A fuerza de ser sinónimo de rígido, inflexible, cerrado, pretende convencernos que es solo un hábito de pensamiento —cuando más— «equivocado», propio de personas presas en la soberbia de su ignorancia. Por ello, es un término generoso: elude decir que el dogma no tiene que ver con la soberbia de la ignorancia sino con la impunidad del poder, que su verdad es el autoritarismo, la esencia fementida de la libertad.

Cuando se dice que el «marxismo- leninismo» soviético era un dogma, se cultiva la ilusión de que, tras abrir sus fuentes, sus temas, sus términos, es corregible como doctrina. El nuevo libro de Fernando Martínez muestra con creces que no se puede contar para el futuro con lo que nunca sirvió. El «marxismo-leninismo» soviético fue la codificación ideológica de un régimen político, el instaurado por Stalin, que ocasionó la muerte de un millón de comunistas, reprimió a millones de trabajadores y sepultó toda alternativa revolucionaria a sí mismo. El dogma no fue el culpable de esa tragedia, causante del descrédito que llegó a alcanzar el concepto de revolución y de socialismo en una vasta geografía, sino la contrarrevolución.

El ejercicio de pensar no es tanto un ensayo contra el dogmatismo, como la rescritura, oblicua, de «El estilo de la revolución», el breve y preciso ensayo de Mañach. En él, su autor mostraba el preludio de la conducta revolucionaria en la actitud que llevó a la vanguardia cubana de los años veinte del siglo pasado a repudiar los hábitos de convivencia social y política en la fecha y a odiar, entre otras muchas cosas, a las mayúsculas en el lenguaje, porque en la política las mayúsculas eran la imagen simbólica de la tiranía.

A su manera, Martínez Heredia nos describe el estilo de la Revolución en Cuba después de 1959.

Antes, habremos de reparar aún en la fuerza de esa parábola: la democracia como el lenguaje que se sirve y sirve a las minúsculas, allí donde todas las palabras causan efectos iguales y son pronunciadas por iguales. Ciertamente, es este el antiguo y majestuoso proyecto de los anarquistas y de los marxistas: la libertad en la igualdad. El estilo de la revolución no se sigue de lo que el tendero afirma sobre sí mismo, como gustaba decir Marx, o sea, de la celebración de la propia grandeza o de la propia pobreza, sino de las prácticas cotidianas de vida, de la cultura popular que adquiere, proyecta y reelabora los sentidos de la libertad.

Con El ejercicio de pensar redescubrimos que el estilo de la Revolución es contrario al dogma, pero en forma muy distinta al pregón sobre la inclaudicable autenticidad de la Revolución, que, como reza devotamente, «siempre» ha sabido extirpar el arranque de mimetismo de una tarde de lluvia o el error cometido en una mañana sin sol. En breve habrán trascurrido 50 años desde 1959. Para un organismo humano, tiempo más que suficiente para mostrar con madurez la entera biografía de su cuerpo. Esta es una joven nación cargada con viejos dogmas. Hace mucho tiempo, que Fernando Martínez viene repitiendo el imperativo categórico del marxismo: la idea de Marx: «Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que debe sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual». La idea de Engels: «Todo lo que existe merece perecer». La idea de Lenin: «Las organizaciones obreras han de servir para «defender a los obreros contra su Estado, y para que los obreros defiendan nuestro Estado». La idea de Gramsci: «El asociacionismo puede y debe ser considerado como el hecho esencial de la revolución proletaria». La idea de Rosa Luxemburgo: «Quien quiera fortalecer la democracia debe desear fortalecer, no debilitar, el movimiento socialista». La idea de Emesto Guevara: «si se negara el derecho a disentir en los métodos de construcción (lucha ideológica) a los propios revolucionarios, se crearían las condiciones para el dogmatismo mas cerril». La idea de Fidel Castro: «No puede haber nada mas antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas. Y hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo que parecen verdaderos fósiles».

Si sabemos todo esto, ¿qué hacer? Es la misma pregunta de Julio Antonio Mella: «Y, si después de haberlo dicho todo, apóstol y maestro, la palabra no basta, no es oída, ¿qué hacer?»

Podemos leer el libro de Fernando. Escribirlo de otra manera. Seguir su consecuencia. Podemos escribir quiénes queremos ser con todas las palabras, con todas las ideas, con la sintaxis propia de la libertad: el ejercicio pleno de sí. Podemos condenar el dogma y la burocracia. Podemos apreciar más la honestidad que la victoria. Conservar la integridad a pesar de las derrotas y la lucidez a pesar de los triunfos. Conquistar libertades y ampliarlas. Organizarnos. No participar de los llamados al debate y a la participación que no sean decididos y controlados por la participación ciudadana. Denunciar el silenciamiento público de las propuestas en debate. Colocar ideas y prácticas socialistas en el terreno de lo real. Afirmar que la Revolución, si es más grande que nosotros mismos, es menos deseable: luchar por conservar en ella la medida de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que queremos ser los cubanos en el largo futuro que nos espera. Podemos, en el espíritu de este libro, refundar el estilo de nuestra Revolución.

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