Por Rogelio Manuel Díaz Moreno
La sociedad cubana ha vivido, de manera particularmente intensa, el conflicto de sistemas sociales. Para empezar, a partir de 1961, el gobierno afirmó construir y representar el socialismo. Actualmente, ese mismo gobierno realiza un programa de reformas que, sostiene, es para actualizarse y lograr que el socialismo sea “próspero y sustentable”.
Los observadores maliciosos pueden señalar que, como parte de la "actualización", se han rescatado políticas y elementos que existían normalmente en el pasado. En cierto momento, estos elementos como el mercado, la inversión extranjera y la empresa privada se proscribieron, como nocivas para el nuevo sistema y el nuevo ser humano en formación. Aún más maliciosamente se puede señalar que parte de la intelligentsia oficialista ha asimilado el comentario del ex presidente, Fidel Castro Ruz, sobre la supuesta tontería de creer saber cómo construir el socialismo.
Otros observadores han criticado severamente el supuesto carácter socialista del sistema cubano. Estos señalan que no basta con que los medios de producción no pertenezcan legalmente a individuos particulares para reclamar un carácter socialista. Si estos medios son administrados por una casta reducida de personas, agrupadas alrededor de los aparatos del Estado; si esta casta se comporta de modo discrecional y no es cuestionable ni removible por los trabajadores; si el fruto del trabajo es igualmente administrado de manera opaca por las mismas élites; si como resultado de lo anterior se reproducen las desigualdades de a niveles de vida y peso socio político de los seres humanos, lo que se manifiesta es solo otra forma de capitalismo y explotación, argumentan.
El carácter estatal de las empresas, en estas condiciones, reproduce la enajenación en la clase proletaria igualito que en el capitalismo. No por gusto, políticos y filósofos oficialistas se han roto la cabeza todos estos años, y se lamentan de que los trabajadores, mayoritariamente, no llegan a sentir como suyos los medios de producción. Algunos resultados incómodos de esto son el desvío entusiasta de recursos por casi todo el que puede, y el desinterés de los demás trabajadores por impedírselo.
El gobierno ha montado, en estos decenios, innumerables campañas morales y políticas. Ha realizado cualquier cantidad de experimentos. Ha intentado trabajar mediante las estructuras administrativas, el Partido, los sindicatos… con el mismo estéril resultado. Como cabía prever, añado yo, dado un conocimiento elemental de los principios de la economía política y el marxismo.
El caso de la agricultura es paradigmático, en este sentido. Posteriormente a la Reforma Agraria de 1959, una gran cantidad de tierras se agrupó en las llamadas Granjas estatales. Estas pertenecían, por supuesto, al Estado, y eran administradas rígidamente por la burocracia del Ministerio de la Agricultura.
Según las idealistas concepciones de Fidel, estas empresas “de todo el pueblo” eran lo más socialista del mundo, allí se forjaba el Hombre Nuevo, se trabajaría desinteresadamente por el bien colectivo, etcétera. Los obreros y obreras de esos espacios tendrían la mayor productividad. Se harían responsables y sentirían un gran sentimiento de propiedad sobre los medios de producción de tierras, maquinarias, instalaciones y recursos empleados en la producción. Tales empresas prosperarían y ofrecerían al país grandes riquezas en alimentos y otros productos.
La realidad, impertinente como siempre, no le dio la razón. Las Granjas de Todo el Pueblo batieron cada record imaginable de improductividad, derroche y desvío de recursos. Con el declive de la subvención estatal, sus terrenos se cubrieron de marabú, incluso antes de que los trabajadores las abandonaran en masa.
En 1994 se crearon entonces las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC), un mal intento de ofrecerles autonomía y algún sentido de propiedad a sus trabajadores. Se le pusieron tantas trabas burocráticas a las supuestas autonomías que, en la práctica, siguieron las mismas desastrosas tendencias. Baste mencionar que, siendo supuestamente núcleos cooperativos, el presidente del colectivo era impuesto por los niveles superiores. Los obreros en la base seguían sin la capacidad de determinar por sí mismos qué producir, cómo hacerlo, a quién venderle, de quién comprar…
En el 2012, se proclamaron una serie de medidas para fortalecer las UBPC. Estas se dirigían a rectificar los problemas de su concepción en 1994, ofrecerles verdadera autonomía y lograr finalmente el sentido de propiedad de los trabajadores. Probablemente todavía sea pronto para evaluar a cabalidad los resultados, pero tenemos moralejas interesantes entre manos.
Una metáfora posible es considerar las empresas industriales cubanas muy parecidas a esas unidades agropecuarias, cubiertas de variedades más bien urbanas de marabú. La nacionalización de los años posteriores a 1959 las convirtieron en ese oxímoron de cosas “de todo el pueblo”, pero subordinadas rígidamente a la burocracia estatal.
Ninguna medida o experimento posterior ha sido ejecutada con la suficiente sabiduría y valentía como para reconocerle, a los colectivos de trabajadores, derechos de propiedad. En parte, estos últimos han oscilado varias veces entre el centro y la periferia de la cadena de mando, pero sin alterar la lógica vertical y autoritaria. Incluso, existe la disposición para cedérselos al capitalista extranjero y, quién sabe, si al nacional. Nunca a la clase obrera local, nunca a los únicos capaces de protagonizar el régimen social socialista.
El carácter de la propiedad de los medios de producción es el elemento determinante en el sistema social, como bien dijeron Marx, Carlos, y Grullo, Pero. Y la propiedad descansa en el ejercicio de los derechos de propiedad, no en abstractas declaraciones de superestructuras político administrativas. Ahora que nos abrimos a una etapa nueva, pletórica de incertidumbres, vale la pena cuestionarse cómo se manifiesta este tema.
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